Tiburcio Cristóbal Olitakis era una persona de pocas palabras. Muchas veces exponía una idea con un gesto simple y elocuente. Se autodenominaba un hombre de acción y quizás por eso no se habría resistido a que lo llamáramos por sus iniciales.
T.C.O. era dueño de la carnicería La cretense, ubicada en Villa Pueyrredón, en medio de una docena de edificaciones bajas. La mañana en la que encontraría su muerte, durante el desayuno, llevó a cabo un minucioso e infrecuente relato de su tarde anterior.
- ¿Está lista el agua, Adriana?
- Sí.
- Traela que yo cebo.
Adriana le alcanzó un termo y una bolsa de nylon con unos bizcochitos de grasa y T.C.O. llevó a cabo el acostumbrado ritual de sacudir el mate y derramar un chorro humeante en su interior, para que la yerba luciera un efímero techo de espuma.
Adriana escondía un espíritu dócil debajo de un aspecto fuerte. Cuando T.C.O. hablaba, ella sabía escucharlo, y condimentaba los almuerzos con palabras, cuando su esposo se hallaba taciturno. Esa mañana, ofreció su oído para que T.C.O. le contara que el día anterior había tenido que pedir prestada una escalera al ferretero Gutiérrez, para arreglar el caño que sostenía las reses y que había caído al suelo, en medio de un estruendo ahuyentador de clientes:
- Se partió por la mitad y toda la carne se desparramó por todo el negocio.
- ¿Pero por qué se rompió? ¿Lo cargaste mucho?
- No sé. No más de lo acostumbrado. Pero el caño es viejo y estaba bastante arqueado.
- ¿Y cómo lo arreglaste?
- No, no lo arreglé. No se puede. Lo reemplacé con una soga que tenía en el fondo. Recién el sábado voy a tener tiempo de ir con la camioneta a comprar un caño nuevo, pero por ahora, las reses penden de un hilo. Espero que el caño nuevo no salga muy caro.
T.C.O. se quedó mirando la bombilla, hasta que dijo:
- Justo cuando estaba parado sobre la escalera, tironeando de la soga que parecía corta, entró un gringo a comprar asado, en su media lengua.
El gringo era un inglés que había aterrizado en suelo porteño para visitar a su hermano, que vivía en una casa lujosa en el barrio de San Isidro. Al día siguiente se reencontrarían en un jardín diariamente cuidado por tijeras correctoras y después de cinco años de llamados telefónicos distantes, celebrarían el verse el uno al otro, con un asado pampeano y unos cuantos vinos mendocinos. El extranjero había insistido en la calidad de la carne y T.C.O. después de descolgarse del techo, le había ofrecido unas costillas filosas, rodeadas de carne apenas corrompida por una sutil línea de grasa.
- Mi hermano me dijo yo debo ir a San Isidro por el avenida Cabildo - tropezaba la lengua del inglés con la gramática -. ¿Pero debo ir al este o al oeste?
- No sé, tiene que ir hacia arriba.
- ¿Hacia arriba?
- Sí, hacia la provincia.
El inglés lo miró asombrado unos segundos. T.C.O. intentó en vano recordar por dónde salía el sol, para deducir dónde se encontraba el oriente. Entonces se dio cuenta de que si uno seguía derecho por Cabildo, desembocaba en Vicente López y Vicente López era la Zona Norte:
- Hacia el norte. Tiene que ir hacia el norte - dijo, con un gesto de victoria.
- No es posible. Cabildo corre de este a oeste.
- No, Cabildo va de norte a sur. Vicente López, Olivos, San Isidro están al norte de la Capital.
- No, usted es equivocado.
T.C.O. se sintió algo molesto:
- Mire, Don, yo nací acá, conozco las calles y sé el camino. Si usted es el que está perdido, por lo menos créame lo que le digo.
- Espera para mí uno momento - dijo el inglés. Salió de la carnicería y regresó con un plano de Buenos Aires que desplegó sobre el mostrador.
- Mire la mapa.
Adriana le devolvió el mate a T.C.O. y esperó la conclusión del relato, mientras introducía su mano por encima de la muralla de nylon de los bizcochitos de grasa.
- Tuve que reconocer que estaba equivocado - le dijo T.C.O. a su esposa -. La Zona Norte no es la Zona Norte. Es la Zona Noroeste. Y la Zona Sur no es la Zona Sur. Es la Zona Sureste. Al norte está la costanera y casi ninguna calle corre a su encuentro.
¿Te das cuenta, Adriana? Buenos Aires es una ciudad que le da la espalda al Río de la Plata. Lo tenemos a metros y dejamos que lo visiten apenas unos pocos pescadores los fines de semana. Pero eso no es lo peor. Estamos desorientados. Indiferentes a las profundidades y perdidos en nuestra propia casa. Llamamos norte al oeste y sur al este. ¿Cómo podrá reencausar el rumbo nuestro pueblo, en medio de este laberinto de palabras engañosas?
En este hemisferio, las cosas ocurren por azar o porque sí. Nuestros héroes son la consecuencia indeseada de un accidente. Por eso estamos como estamos - sentenció, mientras atacaba el último bizcocho de grasa y se ponía de pie, para ir a la carnicería.
No recuerdo bien si al día siguiente, pudo leerse en la primera página de un diario que la Junta Militar había iniciado el Proceso de Recomposición Nacional o que distintas investigaciones daban cuenta de un caso de corrupción en el Senado o que los responsables del secuestro, tortura y desaparición de miles de personas quedaban en libertad o que el índice de pobreza y desnutrición había aumentado en los últimos años. Pero sé que en el interior de ese mismo diario, en la sección policial, pudo leerse el siguiente artículo.
Carnicero muere aplastado.
Un trágico accidente dio fin a la vida de Tiburcio Cristóbal Olitakis (45), propietario de una carnicería en el barrio de Villa Pueyrredón. Según fuentes policiales, por causas aún desconocidas el carnicero habría colgado las reses de una soga que se cortó, ante el peso de la carne. Las reses se demoronaron sobre el cuerpo de Olitakis que quedó atrapado y sin aire y pudo haber muerto por la contusión misma o por asfixia, hecho que será develado cuando finalicen las pericias médicas.
El accidente fue descubierto por Federico Gutiérrez, propietario de la ferretería lindera, que se acercó a la carnicería para pedirle a Olitakis la devolución de una escalera que le había prestado la tarde anterior. Inmediatamente dio parte a la Policía y telefoneó a un servicio de emergencias médicas, pero cuando la ambulancia acudió, el carnicero ya había fallecido [...]
T.C.O. era dueño de la carnicería La cretense, ubicada en Villa Pueyrredón, en medio de una docena de edificaciones bajas. La mañana en la que encontraría su muerte, durante el desayuno, llevó a cabo un minucioso e infrecuente relato de su tarde anterior.
- ¿Está lista el agua, Adriana?
- Sí.
- Traela que yo cebo.
Adriana le alcanzó un termo y una bolsa de nylon con unos bizcochitos de grasa y T.C.O. llevó a cabo el acostumbrado ritual de sacudir el mate y derramar un chorro humeante en su interior, para que la yerba luciera un efímero techo de espuma.
Adriana escondía un espíritu dócil debajo de un aspecto fuerte. Cuando T.C.O. hablaba, ella sabía escucharlo, y condimentaba los almuerzos con palabras, cuando su esposo se hallaba taciturno. Esa mañana, ofreció su oído para que T.C.O. le contara que el día anterior había tenido que pedir prestada una escalera al ferretero Gutiérrez, para arreglar el caño que sostenía las reses y que había caído al suelo, en medio de un estruendo ahuyentador de clientes:
- Se partió por la mitad y toda la carne se desparramó por todo el negocio.
- ¿Pero por qué se rompió? ¿Lo cargaste mucho?
- No sé. No más de lo acostumbrado. Pero el caño es viejo y estaba bastante arqueado.
- ¿Y cómo lo arreglaste?
- No, no lo arreglé. No se puede. Lo reemplacé con una soga que tenía en el fondo. Recién el sábado voy a tener tiempo de ir con la camioneta a comprar un caño nuevo, pero por ahora, las reses penden de un hilo. Espero que el caño nuevo no salga muy caro.
T.C.O. se quedó mirando la bombilla, hasta que dijo:
- Justo cuando estaba parado sobre la escalera, tironeando de la soga que parecía corta, entró un gringo a comprar asado, en su media lengua.
El gringo era un inglés que había aterrizado en suelo porteño para visitar a su hermano, que vivía en una casa lujosa en el barrio de San Isidro. Al día siguiente se reencontrarían en un jardín diariamente cuidado por tijeras correctoras y después de cinco años de llamados telefónicos distantes, celebrarían el verse el uno al otro, con un asado pampeano y unos cuantos vinos mendocinos. El extranjero había insistido en la calidad de la carne y T.C.O. después de descolgarse del techo, le había ofrecido unas costillas filosas, rodeadas de carne apenas corrompida por una sutil línea de grasa.
- Mi hermano me dijo yo debo ir a San Isidro por el avenida Cabildo - tropezaba la lengua del inglés con la gramática -. ¿Pero debo ir al este o al oeste?
- No sé, tiene que ir hacia arriba.
- ¿Hacia arriba?
- Sí, hacia la provincia.
El inglés lo miró asombrado unos segundos. T.C.O. intentó en vano recordar por dónde salía el sol, para deducir dónde se encontraba el oriente. Entonces se dio cuenta de que si uno seguía derecho por Cabildo, desembocaba en Vicente López y Vicente López era la Zona Norte:
- Hacia el norte. Tiene que ir hacia el norte - dijo, con un gesto de victoria.
- No es posible. Cabildo corre de este a oeste.
- No, Cabildo va de norte a sur. Vicente López, Olivos, San Isidro están al norte de la Capital.
- No, usted es equivocado.
T.C.O. se sintió algo molesto:
- Mire, Don, yo nací acá, conozco las calles y sé el camino. Si usted es el que está perdido, por lo menos créame lo que le digo.
- Espera para mí uno momento - dijo el inglés. Salió de la carnicería y regresó con un plano de Buenos Aires que desplegó sobre el mostrador.
- Mire la mapa.
Adriana le devolvió el mate a T.C.O. y esperó la conclusión del relato, mientras introducía su mano por encima de la muralla de nylon de los bizcochitos de grasa.
- Tuve que reconocer que estaba equivocado - le dijo T.C.O. a su esposa -. La Zona Norte no es la Zona Norte. Es la Zona Noroeste. Y la Zona Sur no es la Zona Sur. Es la Zona Sureste. Al norte está la costanera y casi ninguna calle corre a su encuentro.
¿Te das cuenta, Adriana? Buenos Aires es una ciudad que le da la espalda al Río de la Plata. Lo tenemos a metros y dejamos que lo visiten apenas unos pocos pescadores los fines de semana. Pero eso no es lo peor. Estamos desorientados. Indiferentes a las profundidades y perdidos en nuestra propia casa. Llamamos norte al oeste y sur al este. ¿Cómo podrá reencausar el rumbo nuestro pueblo, en medio de este laberinto de palabras engañosas?
En este hemisferio, las cosas ocurren por azar o porque sí. Nuestros héroes son la consecuencia indeseada de un accidente. Por eso estamos como estamos - sentenció, mientras atacaba el último bizcocho de grasa y se ponía de pie, para ir a la carnicería.
No recuerdo bien si al día siguiente, pudo leerse en la primera página de un diario que la Junta Militar había iniciado el Proceso de Recomposición Nacional o que distintas investigaciones daban cuenta de un caso de corrupción en el Senado o que los responsables del secuestro, tortura y desaparición de miles de personas quedaban en libertad o que el índice de pobreza y desnutrición había aumentado en los últimos años. Pero sé que en el interior de ese mismo diario, en la sección policial, pudo leerse el siguiente artículo.
Carnicero muere aplastado.
Un trágico accidente dio fin a la vida de Tiburcio Cristóbal Olitakis (45), propietario de una carnicería en el barrio de Villa Pueyrredón. Según fuentes policiales, por causas aún desconocidas el carnicero habría colgado las reses de una soga que se cortó, ante el peso de la carne. Las reses se demoronaron sobre el cuerpo de Olitakis que quedó atrapado y sin aire y pudo haber muerto por la contusión misma o por asfixia, hecho que será develado cuando finalicen las pericias médicas.
El accidente fue descubierto por Federico Gutiérrez, propietario de la ferretería lindera, que se acercó a la carnicería para pedirle a Olitakis la devolución de una escalera que le había prestado la tarde anterior. Inmediatamente dio parte a la Policía y telefoneó a un servicio de emergencias médicas, pero cuando la ambulancia acudió, el carnicero ya había fallecido [...]