No obstante, tengo la teoría de que el alma de cada persona ha de ser distinta. Si no existen dos caras iguales (por lo menos no en Occidente), ¿cómo habrían de aparecer dos espíritus idénticos? Decidido a averiguar si en mi interior había o no un hipódromo, me dediqué a hacer una serie de introspecciones poco exitosa y a consultar a toda clase de eruditos en la materia.
Por correo, esta mañana me llegaron los resultados clínicos. Entre tantos números incomprensibles (sabrán que los estudios de laboratorio incluyen cifras que confunden y preocupan), pude entender la siguiente situación que se debate en mi interior.
Históricamente, mi alma era unipersonal. Había un único individuo alto, de tez blanca y profundamente fanfarrón, confiado en que su destino era la grandeza, que su nacimiento estaba signado por el triunfo y poco dispuesto a mostrar gestos humildes. Si la naturaleza es sabia, la metafísica lo es mucho más. Permitir que espíritus de estas características vivan en sociedades civilizadas es, evidentemente, un error, ya que resultarían insoportables para el resto. Por tal motivo, en cuanto mi persona entró en contacto con otras, mi alma sufrió una transformación inmediata: abandonó la soledad del soberbio para hacerse de un antagonista. De la nada (lo que no es posible en este mundo material), surgió un negrito atlético con shorts de boxeador, que soltaba golpes de puño al aire. Cuando se le acercó, distraído, el fanfarrón, el chiquito le asestó una trompada en pleno rostro y con ella, se desató el duelo pugilístico por el dominio de mi voluntad, que tiene lugar en mi Luna Park interior desde que tengo memoria.
El soberbio que hay en mí, el que cree haber nacido para llevar a cabo toda clase de hazañas, ataca en forma algo torpe, convencido de que la victoria está asegurada e inflado por el clamor de una platea escasa, pero que él considera multitudinaria. Con la guardia baja -no podía ser de otra forma- se acerca al negrito y eleva su puño por encima de su cabeza para dejarlo caer con la mayor violencia posible. El otro boxeador, el atlético, el que se sabe una persona mediocre, el que recuerda que todos vamos a morir y el que reconoce que ser olvidado es un giro inesperado de la fortuna, porque para ello es necesario ser recordado en primera instancia, esquiva el golpe, se recuesta contra las cuerdas del ring e inicia un contraataque feroz, con toda la potencia de la realidad.
El negrito golpea la cabeza, el abdomen, la mandíbula del fanfarrón. Lo hace tambalear una y otra vez, lo deja grogui y con la mirada perdida en las luces cuadradas que se suspenden muy por encima de su cabeza. Pero el soberbio no cae. Sigue ahí, de pie. Cada tanto emboca una trompada que resuena en la cabeza del negrito. Pero éste se enfurece más y lanza todo tipo de golpes con una agilidad asombrosa.
El problema de esta pelea es que cada golpe de los dos rivales me duele a mí. El fanfarrón ataca y salgo al mundo como un león, pero el negrito estampa su puño y me doy cuenta de que mis talentos son escasos. El fanfarrón se defiende y sospecho que el reconocimiento esquivo no es indicador de nada, que las masas aplauden actos aborrecibles y les dan la espalda a seres con méritos infinitos. El negrito se lanza contra su rival y caigo en cuenta de que el reconocimiento es el único parámetro que tenemos en un mundo de subjetividades y de verdades ocultas, o acaso inexistentes.
Esta pelea interna e inacabable condiciona mi historia: lo hizo cuando envié un currículum en busca de mi primer trabajo, pero también cuando me decidí a cortejar a una señorita; se hizo presente cuando me paralicé frente a una vidriera, indeciso ante la disyuntiva de llevar un jean u otro, pero también cuando alguien se me coló en la fila del cine. Se revuelve mi interior en todo momento y yo toco la campana, una y otra vez, con más y más fuerza para mandarlos a descansar a sus banquitos de madera (y descansar un poco yo). Pero los pugilistas, ensordecidos por el fragor de la batalla siguen intercambiando golpes que no cesan.
Me duelen tanto los puñetazos dados como los recibidos y ningún réferi detiene ni castiga las trompadas ilegales, porque los contendientes no han oído de nociones tan abstractas como el fair play.
Guardé los resultados del laboratorio en el mismo sobre del que los había sacado. En medio de esta contienda, en donde no hay ganador ¿no les parece juiciosa la renuncia?