jueves, 19 de marzo de 2009

De la importancia del número

Las puertas del bar se abrieron para dejar pasar una procesión compuesta por cinco personas que, arrastrando un despojo, se acomodaron en torno a una mesa e inmediatamente pidieron una ginebra al mozo. El despojo era Eleuterio Barbosa, horas después de ser abandonado por Milagros Lamarque. Una carta sobre la almohada con explicaciones insuficientes, los cajones y el placard vacíos como epílogo de aquella relación.

Los cinco amigos intentaban consolar a Eleuterio, incendiando su alma con bebidas espirituosas, pero él se mantuvo inclinado sobre la mesa, con la mirada flotando sobre un cenicero, mientras que sus curanderos se ponían cada vez más chispeantes:

- Hay cientos de mujeres en el mundo. La que se va, abre la puerta para la próxima.

- Claro. No vas a darle el gusto de ponerte triste - y el consejo que sirve tanto en el arte de la carpintería como en cuestiones amatorias -. Un clavo saca a otro clavo.

- Vayamos al Club Villa Antártida. Esta noche hay un baile. ¡Qué mejor que un baile para considerar otros destinos posibles!

Las horas fueron pasando y el alcohol y la inmodificable curvatura de la espalda de Eleuterio condujo a los cinco colosos por nuevos rumbos discursivos. Tras agotar una larga serie de consejos, permitieron que sus lenguas se afilaran y dieran comienzo a un ataque feroz contra la figura de Milagros Lamarque:

- ¡Qué forma es ésa de abandonar un hogar!

- ¡Una carta! ¡Una miserable carta!

- Y los armarios sin ropa, con las perchas tambaleando.

- ¡Esto no puede quedar así! ¡Vayamos a buscarla! ¡Exijamos una explicación! ¿Dónde puede estar?

- ¿Habrá ido a lo de su mamá? ¡La vieja vive cerca! ¡En diez minutos podemos estar en su casa!

- ¡Nadie va a buscar a Milagros! - resonó la voz de Eleuterio, mientras su cabeza se erguía por primera vez -. Vayamos al baile.

Seis personas - y no cinco - se pusieron de pie, abandonaron el bar y se lanzaron hacia la sanación que proporcionaría el Club Villa Antártida. Los héroes irrumpieron en la pista de baile, otrora cancha de básquet, testigo de volcadas épicas en el año 72, época en la que el club hizo historia al coronarse campeón interbarrial.

Tras una minuciosa inspección del lugar, descubrieron que la más bonita de la fiesta se escondía entre las sombras que caían de un lado y de otro, empujadas por las luces en rítmico movimiento. Eleuterio tuvo ganas de volver a su casa, pero sus amigos le impidieron la retirada. Le obstruyeron las salidas y cubrieron su retaguardia, invitándolo a avanzar hacia las penumbras. Se dejó conducir y entabló con la mujer una escueta conversación, un baile y el olvido de Milagros, que fue sepultada entre los recuerdos por el vigor irresponsable de las vivencias.

Tras saborear la victoria, en una madrugada inspirada, Eleuterio concibió un plan, que transmitió a sus amigos la noche siguiente. La estrategia podría considerarse absurda, pero sus camaradas no la rechazarían puesto que la irracionalidad era una práctica habitual en aquel grupo:

- Anoche comprobé cuánto más simple es obtener el éxito con el respaldo de un ejército. Sin la presencia de ustedes, el triunfo me habría resultado esquivo, pero si aunamos esfuerzos, la batalla se vuelve sencilla.

Tengo una propuesta para hacerles. Turnémonos. Conviértanse por cinco meses en mi fuerza de choque y yo me convertiré en soldado de cada uno de ustedes por períodos similares. Les aseguro que nada que deseemos nos será negado.

Los amigos meditaron durante un tiempo y estuvieron de acuerdo. Así, el 14 de noviembre las efemérides recuerdan la conformación del Regimiento 1 de Flores, que sin bandera ni uniforme, intentaría corregir las muchas injusticias que sufría su comandante.

La primera hazaña lograda por este grupo ocurrió algunos días más tarde. Eleuterio consideraba que ya era hora de hacer entrar en razones a su vecino, que imponía su música espantosa a todo el edificio hasta altas horas de la noche, con todo el poder de sus parlantes potenciados. La infantería se atrincheró en la escalera y Eleuterio, envuelto en una soledad aparente, tocó el timbre del departamento "8". El enemigo observó por la mirilla y preguntó:

- ¡Quién vive!

- Soy el vecino de arriba. Vengo a solicitarle que deponga la música o me veré obligado a forzarlo.

- ¿A quién vas a obligar? - dijo el hombre, después de analizar que, por el tamaño y el aspecto físico de Eleuterio, podría propinarle una verdadera paliza en cuestión de minutos. Abrió la puerta y se puso en guardia. Inmediatamente la tropa entró en acción. En conjunto, empujaron al vecino hasta el fondo de su living y arrojaron sus parlantes por la ventana, mientras entonaban Aurora (canto que probablemente no era adecuado para la ocasión, pero el fervor patriótico que los embargaba era un sentimiento incoherente y el único recuerdo similar, se remontaba a mañanas frías de un 25 de mayo, en el patio de la escuela).

Eleuterio, aplicando una logística similar, consiguió un ascenso en el trabajo, que el portero del edificio de al lado no baldeara la vereda a deshoras, que la compañía de teléfonos celulares se hiciera cargo de un error en la facturación, que los obreros de una construcción fueran más consideraros y llevaran a cabo sus tareas con el mayor silencio posible y que un colectivero abandonara el arte de ocultarse tras otro colectivo para no detenerse en la parada.

Los fines de este ejército personal y comunitario no eran altruistas. Las correcciones y reivindicaciones que impusieron no siempre fueron justas. Eleuterio solicitó ser acompañado a cada fiesta a la que fue invitado y el apoyo de su grupo le resultó siempre favorable. Una noche, propuso el asedio y conquista de una rubia de vestido rojo. Pero los combatientes recomendaron cambiar de objetivo e invadir los territorios hostiles de una morocha de ojos verdes, que parecía mucho más apetecible que la anterior y que se dedicaba a rechazar a todos los pretendientes que la requerían. Eleuterio se opuso en un primer momento y explicó ciertas cuestiones acerca de la cadena de mandos, del verticalismo propio de toda organización castrense y cuán atractiva consideraba a la rubia. Pero fueron tan firmes y convincentes las voces que elogiaron la geografía de la morocha, que Eleuterio terminó convencido de que la opinión de sus subordinados era la correcta. La morocha habría de ser más bonita y su preferencia por la rubia debía ser apenas un accidente, producto de su percepción distorsionada. Al fin y al cabo, su propio instinto e inspiración lo habían llevado a elegir muchas mujeres equivocadas.

Después de unos minutos de conversación, aceptó gustoso, y tuvo por primera vez en su vida la sensación de certeza absoluta. Sabía que su determinación era correcta, porque no se fundamentaba en su propio capricho débil y cambiante, sino en la base firme de una mayoría. Uno de sus amigos podría equivocarse. Pero la coincidencia en el error de todo el grupo, le resultaba mucho más improbable.

Así, la morocha, seducida por el poder de Eleuterio o intimidada por el grupo que lo acompañaba, se dejó conquistar con facilidad y el capítulo La arremetida en el baile, pasó a engrosar el registro histórico de las hazañas de esta tropa. Sin embargo, las buenas ideas no tardan en ser plagiadas. En breves minutos, otro individuo conformó una milicia improvisada compuesta de quince combatientes, cuyo objetivo fue la usurpación de la morocha que se dejaba enroscar por los brazos de Eleuterio. Cuando iniciaron su acometida, el Regimiento 1 de Flores consideró que la batalla sería demasiado desigual, por lo que tras un silbido y una serie de ademanes preestablecidos, la tropa llevó a cabo su primer repliegue táctico, que fue motivo de burla y escarnio durante los días posteriores.

Eleuterio entendió que si sus enemigos habían duplicado su estrategia, él debía fortalecerse para mantener su hegemonía. Entonces, se lanzó a la Plaza Pueyrredón para reclutar gente y extendió sus esfuerzos por distintos barrios de la ciudad. Después de largas jornadas de búsqueda y convencimiento, el ejército de Eleuterio alcanzó el número místico de setenta soldados, divididos en agrupaciones menores, cada una con un jefe convenientemente entrenado.

El desplazamiento de una tropa de setenta integrantes se convirtió en una verdadera inconveniencia. Tomar colectivos era una tarea dificultosa, que implicaba fraccionarse y, generalmente, llegar tarde a todos lados. Por ello, se decidió reducir el radio de acción a un máximo de treinta y tres cuadras.

La noche del 26 de febrero, ciento cuarenta piernas sincronizadas marchaban hacia un boliche de Caballito. Eleuterio ingresó en el local y se encontró con el mismo regimiento enemigo que le había arrebatado a la morocha de ojos verdes. Ella continuaba custodiada por el temido general:

- Eleuterio, intentemos recuperar a la morocha - dijo uno de sus amigos, tras evaluar el poderío de fuerzas propias y hostiles.

Eleuterio, amparado por el número, se dispuso a iniciar el ataque, cuando otro de sus jefes interrumpió:

- No, la morocha es lo menos importante en estos momentos. Dejemos de lado las cuestiones amatorias. Debemos limpiar nuestro honor y atacar al enemigo en un movimiento reivindicatorio a muerte.

Eleuterio quedó, pensativo, entre estas dos voces.

- No, están equivocados - dijo otro -. ¿Para qué gastar pólvora en chimangos, si en el noroeste hay una pelirroja de piernas interminables, muy superior a la morocha. Debemos ser inteligentes y prácticos. La batalla perdida, perdida está. Miremos hacia el futuro y ocupémonos de actos más sublimes.

- No, la pelirroja es mi hermana. ¡Con mi hermana no te metas! - soltó otro de los jefes.

- ¿Y por qué la conquista de la pelirroja es más sublime que la recuperación de la morocha?

- Porque la morocha es bonita en el plano terrenal. La pelirroja es metafísicamente perfecta.

- A mí no me gustan las coloradas.

- ¡Pero vos qué sabés!

- Si no podemos ponernos de acuerdo, vayamos a otro boliche.

- ¡Bueno, el que elige acá soy yo! - interrumpió Eleuterio - Yo también tengo mi criterio, ¿no?

- ¡No! Tu criterio es el que nos trae problemas. Si fuera por tu criterio, jamás se habría formado esta tropa y te hubieras escapado en la primera incursión en el Club Villa Antártida.

- ¡Pero quién da las órdenes acá! - respondió enojado Eleuterio, ante ese acto de insubordinación.

Todo su ejército lo rodeó:

- Las órdenes las das vos. Pero sabé que si no seguís mi consejo, te vas a convertir en mi enemigo. Y no sólo en mi enemigo. Hay muchos soldados que me acompañarán - explicó uno de los coroneles, mientras algunos reclutas asentían con la cabeza.

- También te vas a convertir en mi enemigo, si no me escuchás - agregó otro jefe, que no quería ceder terreno.

- En el mío también.

Eleuterio se quedó en silencio. Los jefes de las distintas facciones lo tomaron de sus miembros:

- ¡Vamos! ¡Decidí! ¿De qué lado estás?

Eleuterio no sabía qué contestar. Reconquistar a la morocha, se mostraba como una tarea interesante, pero vengar la afrenta parecía honroso y digno. Incursionar en nuevos territorios pelirrojos es siempre abrirse una puerta a un posible destino más prometedor, pero marchar hacia otro lugar y pacificar los ánimos era una opción juiciosa. Los jefes comenzaron a tironear de los brazos, de las piernas, del cuerpo de Eleuterio. Un remolino de gente y violencia se formó a su alrededor. Un testigo sospechó que aquel revuelo podría derivar en una tragedia y llamó a la Comisaría 38. Dos patrulleros se hicieron presentes cuando los coroneles se disputaban la voluntad del general, tirando con todas sus fuerzas, cinchando hasta que el cuerpo de Eleuterio simplemente cedió y se despedazó.

- ¡Policía! ¡Nadie se mueva!

Los coroneles, cada uno con su despojo, se lanzaron hacia la salida empujando a bailarines y uniformados y huyeron en distintas direcciones. Las crónicas barriales registran que los miembros de Eleuterio fueron enterrados en distintos parques de la ciudad. El brazo derecho descansa en Plaza Francia. El brazo izquierdo en Plaza Once. Una pierna, tal vez la izquierda, en los Bosques de Palermo. La cabeza, en cambio, fue abandonada en el local. La Policía la encontró echada en el suelo y con una sonrisa amplia y sorprendente. Es probable que Eleuterio haya muerto feliz, tras abandonar la triste circunstancia de ser uno, flotando en la incertidumbre, para convertirse en múltiple y verdaderamente libre.

lunes, 9 de marzo de 2009

Del Abolidor de Belleza

Esteban Principato jamás sospechó que el curso de su historia se transformaría cuando, con su acostumbrado movimiento, se abrieron las puertas del ascensor en que viajaba:

- Buenos días - dijo Laura Deles, mientras ingresaba arrastrando un pesado violonchelo y presionaba con su dedo el botón de la planta baja.

Esteban permaneció en silencio durante algunos segundos, intentando articular la frase que, finalmente, pudo soltar:

- Buenos días.

Jamás había visto a una criatura de tan delicada figura y movimientos. Su belleza era un cachetazo que la precedía e inundaba el ascensor.

- Hasta luego - dijo, mientras Esteban, con un gesto, se ofrecía a cerrar la puerta y la invitaba a perderse por el pasillo.

Los días posteriores le regalaron a Esteban escenas parecidas. Laura Deles abandonaba su departamento a las 8.45 a.m. e ingresaba en el ascensor, siempre ocupado por su vecino que se quedaba en un silencio contemplativo que lo llenaba de felicidad por todo el trayecto y cuyos vestigios lo acompañaban durante toda la jornada.

Una mañana, después de cerrar la puerta y cederle el paso, la siguió por la avenida José María Moreno a algunos metros de distancia, escondiéndose detrás de los árboles para no ser descubierto en su acecho. Vio cómo Laura se detenía en la parada del 55, mientras encendía un cigarrillo. Cuando terminó de fumarlo y lo dejó ahogarse en el arroyo que corre junto al cordón de la vereda, el colectivo apareció con su cadencia cansina. Extendió su brazo y subió las escaleras con una gracia infrecuente, a pesar de llevar consigo el pesado instrumento.

La sincronización era su distintivo o su adorno. El cigarrillo no se había consumido por azar. El colectivo lo había esperado para materializarse. Las horas y los minutos eran un rasgo de su inolvidable rostro. O al menos eso pensó Esteban.

El soborno al portero para acumular información, era un hecho que no tardaría en ocurrir:

- Los hijos de la Sra. Ramírez la internaron en un geriátrico - le explicó.

- Pobre.

- Sí, bueno, en realidad no. La Ramírez era verdaderamente una bruja. Cada vez que me veía quieto, me gritaba: ¡Herminio, limpie! ¿Qué hace que no está trabajando? El consorcio no le paga para hacer de estatua. Sí, señora, sí, le respondía yo. Pero la vieja no tenía otra cosa que hacer. Todo el día a mis espaldas, para ver si estaba en movimiento o no. Y no es que a mí no me guste el trabajo, pero no puedo...

- Herminio, volvamos a la vecina nueva, por favor.

- Ah, sí. Bueno, los hijos internaron a la vieja Ramírez en el geriátrico y pusieron el departamento en alquiler. Se mudó esta señorita, Laura Deles, hace poco menos de un mes. Vive sola. Nunca la vi entrar con ningún hombre, así que descarto que tenga novio. Cada tanto viene a visitarla un hermano.

Con esta información, Esteban se empeñó en trazar un plan de conquista. Lo primero, sería abordarla en el ascensor. Debería hacer un comentario ingenioso, que le permitiera trasponer las puertas del anonimato. ¿Pero qué sería lo más adecuado?

Así, durante horas, fue escribiendo posibles comentarios y estudiando qué respuestas podría recibir en cada caso. Elaboró sesenta y cinco conversaciones hipotéticas de veintisiete segundos de duración cada uno, tiempo empleado por el ascensor para descender los seis pisos hasta planta baja.

Con toda esa teoría elucubrada en horas insomnes, se decidió a llevarla a la práctica un lunes por la mañana. Pero cuando Laura ingresó en el ascensor y apoyó el violonchelo contra la pared del fondo, Esteban consideró que las palabras que había preparado se volvían torpes en su mente y lo serían mucho más en su boca. Las sesenta y cinco charlas corregidas y estudiadas no eran apropiadas para la ocasión y Laura Deles partió del edificio con la misma rutinaria indiferencia que había profesado hasta entonces.

Esteban cayó en una honda amargura. La belleza de Laura se le representaba inalcanzable y le manifestaba su propia imperfección. La avenida José María Moreno ya no lo veía pasar silbando el tango Si no me engaña el corazón, sino que su espalda se le hizo pesada y su vista comenzó a descansar, como un bastón, sobre las baldosas rectangulares por las que se arrastraban sus pasos. Así de encorvado, llegó a una agria conclusión, que explicó a un par de amigos una tarde de cervezas y maníes, en el bar de acostumbradas confesiones:

- La belleza no puede provenir de la luz, sino de la oscuridad. La belleza es realmente una porquería, que no se la deseo a nadie - dijo Esteban mientras golpeaba la mesa con un puño.

- Bueno - lo interrumpió su amigo de la infancia, Julio Ledesma, mientras empujaba con su dedo índice su par de anteojos para que estos escalaran hasta la cumbre de su nariz -, existen diversas teorías, de la ascensión angélica por la contemplación...

- La contemplación es realmente abominable. A mí no me vengan con esas burradas de la caída del espíritu por tropiezos estéticos. Enfrentarse a lo bello es como mirar por mucho tiempo las estrellas: te recuerda tu propia pequeñez y que te vas a morir. Nada bueno puede salir de esa conjunción... Nada bueno.
Por eso, si nos consideramos ciudadanos decentes, deberíamos dejarnos de hacer macanas y esforzarnos en abolir definitivamente la belleza de nuestro barrio.

- ¿Abolir la belleza? ¿Cuántas cervezas te tomaste?

- No las suficientes -. Y en ese instante, su vida alcanzó un nuevo propósito.

Existen muchos testimonios acerca de las actividades terroristas de Esteban Principato. Pero las dos más veraces, de las que existen pruebas y las más alejadas del imaginario barrial, son El ataque al teatro y El sabotaje a la orquesta.

Esteban consideró que el mayor peligro contra la humanidad, radicaba en el arte. Una actividad que tenía a la estética como uno de sus propósito más importantes, no podía sino provenir de los parajes infernales más profundos. Fue por ello que una mañana se presentó en la sala del Teatro Atenas, con los avisos clasificados bajo el brazo, y se postuló para el oficio de acomodador. Su aplomo y su currículum (tan intachable como apócrifo) le valieron la aceptación de los empleadores, que lo contrataron para que iniciara sus actividades ese mismo fin de semana, en el estreno de la obra clásica La vida es sueño.

El sábado, Esteban se presentó con un traje reluciente y de inmediato puso en práctica su plan. Cortaba los boletos y les pedía a los espectadores que lo acompañaran. Simulaba tener un desperfecto con la linterna y, tras pedir disculpas, solicitaba que lo siguieran a tientas por entre medio de unos pasillos oscuros. Pero en lugar de conducirlos hacia sus asientos, Esteban les hacía perder el rumbo, los extraviaba en el baño, también oscuro, y les cerraba la puerta con llave. De esta forma, logró introducir en unos sanitarios de quince metros por trece, a cincuenta y siete personas que habían abonado su entrada. Entre ellos, figuraba un crítico que supuso que esa aglomeración caótica entre lavabos y urinarios, no era más que una versión vanguardista de la obra de Calderón, para imponerle al público el terrible padecer de Segismundo, recluido de la sociedad y del trono que le correspondía, ay mísero de mí, ay infelice. Es fácil suponer que la valoración del espectáculo por parte de dicho periodista fue bastante pobre.

Los actores, salieron a escena y vieron una sala completamente vacía, aunque la recaudación en la boletería no había sido mala. Se miraron los unos a los otros, debatieron sobre el compromiso del artista de realizar su arte aun con un público ausente, pero finalmente primó la cordura, se sacaron sus incómodas vestimentas y fueron a cenar a la pizzería de la esquina.

El otro acto vandálico exitoso consistió en arruinar un concierto. Los bomberos voluntarios de Caballito tenían una orquesta filarmónica de bastante prestigio en la zona e incluso en barrios aledaños, que normalmente suelen lanzar críticas feroces contra los artistas foráneos.

Los vecinos estaban conmocionados. La orquesta de bomberos haría un concierto gratuito en el Parque Rivadavia y el entusiasmo era grande. Muchas personas ocuparon sus puestos frente a un escenario que todavía no había sido construido, para tener la certeza de que tendrían ese lugar de privilegio cuando finalmente la música brotara de los instrumentos.

Para perpetrar su crimen, Esteban Principato aguzó su ingenio. Con una serie de actos de inteligencia, logró descubrir que los músicos almorzaban siempre a las 12.30 en el cuartel de bomberos. Durante todo un mes, se apostó en ese lugar, simulando ser un vendedor de globos y haciendo sonar una campana para llamar la atención de los chicos. Los bomberos almorzaban sin prestarle demasiada atención al vendedor, permitiendo que sus dientes se hincaran en tiernas y jugosas costillas de asado.

El día del concierto, los músicos se acomodaron en el escenario y Esteban hizo lo propio entre el público numeroso. El director, entre aplausos, ingresó y tras hacer algunas reverencias, enfrentó a su orquesta. Esteban disimuladamente sacó su campana de bolsillo y furtivamente la hizo sonar. Los músicos sintieron hambre de inmediato y sus glándulas comenzaron a segregar saliva. El trombonista intentó dar inicio a la melodía, pero sólo logró que de su instrumento brotara una catarata que bañó a los espectadores de la primera fila. El director golpeó con la batuta un par de veces, pero los vientos no podían comenzar y las cuerdas y los percusionistas estaban asombrados por el suceso, inmóviles detrás de sus violines y timbales. El público se impacientó de tal forma que bastó que uno gritara su descontento para que se lanzaran sobre el escenario y atacaran a los músicos, que intentaron escapar, algunos con más fortuna que otros.

Esteban se sentó complacido sobre el pasto de la plaza, para ver el terrible alcance de los desmanes, mientras, entre risas, pensaba:

- No por nada el perro de Pavlov no era trompetista.

Los vecinos comentan que Esteban Principato comenzó a ir a trabajar a las 8.30, por temor de cruzarse con su vecina y, poco después, para evitar accidentes indeseables, decidió mudarse. Dicen, aunque estos testimonios no son dignos de demasiado crédito, que Laura Deles abordó a Herminio cierta tarde para preguntarle por su vecino del 8º "B", ya que la extrañaba no haberlo vuelto a ver. Pero el portero no pudo dar demasiadas precisiones sobre su paradero, ya que Esteban había abandonado su departamento en horas nocturnas, para evitar preguntas y comentarios indiscretos.

En algunas panaderías suele oírse que, cada tanto, Esteban Principato hace una reaparición pública en algunos clubes barriales e inicia una rechifla ensordecedora cuando intentan elegir y coronar a la Reina de la Primavera.

lunes, 2 de marzo de 2009

Del Extintor de Culpas

Ecuménico Almada pisó por primera vez el pasto de Plaza Francia, arrastrando un banquito plegable y quejándose del calor. Ubicó su asiento en donde su figura sintió el amparo de las sombras y, luego de acomodarse, escribió su nombre y su oficio en un cartón: Ecuménico Almada, Único Extintor de Conciencias. El hombre era un anciano que se desplazaba con gracia excesiva, a pesar de la curvatura de su espalda, inclinada más por el peso de su cabeza descomunal, que por la inclemencia de los años. El tiempo le había sido favorable y con suaves caricias, lo había coronado de sabidurías entrecanas. Ecuménico podía caminar por una vereda recién baldeada y adivinar el lugar en el que se encontraban las baldosas flojas, vengadoras de los pantalones recién planchados. Conocía el lugar preciso en donde los vagones estacionarían sus puertas y, las tardes en las que el sol descansaba su calor sobre los pasajeros, lograba apoderarse de los últimos asientos vacíos, por obra de su habilidad. Parecía que los misterios del mundo se desentrañaban ante la mirada atenta de Ecuménico Almada y su experiencia le hizo conocer que iniciaba un negocio de prosperidad desbordante, mientras con su marcador negro desplegaba su letra prolija en el cartón:

- El mundo está lleno de culpas innecesarias - le explicó al primer curioso -. La gente sufre por cosas que no deberían preocupar a nadie. ¿Ve ahí? - estiró el dedo índice, haciendo desaparecer con ese gesto, las arrugas que se aferraban a su mano -. Tres de las siete personas que están sentadas en los bancos de madera, sufren un remordimiento absurdo. Tres individuos se condenan a sí mismos en forma simultánea, tres dolores su superponen debajo del ombú.

- ¿Y cómo sabe usted eso? - le preguntó el curioso.

- Mire, yo no lo obligo a creerme. Pero antes de que el sol alcance la cima de aquel árbol, esa señorita que mira el suelo, con la preocupación enroscada en el cuello, se levantará y saldrá corriendo con un sollozo en el rostro.

- ¿Por qué?

- ¿Sabe por qué? Porque no se sabe inocente. Porque nadie le habló de la clemencia de la justicia.

- Pero la justicia no debe ser clemente. La justicia debe limitarse a ser justa.

- ¿Qué está diciendo? Se nos echa sin preguntarnos en un mundo doloroso. Cierta partera nos arranca del vientre materno en medio de alaridos, mientras imponemos un sufrimiento indescriptible a quien nos da la vida. Yo, usted, todos, no somos más que un desgarro atroz. Los días pasan y los dolores se acumulan, se vuelven una posesión. La materia se deshace en nuestras manos. Un chico con una lupa achicharra a una hormiga, que se queda inmóvil, con las patitas de sombrero. Otro, le tira una piedra enorme a un sapo dormido. La espalda se le pone blanca y el chico le tira otra y después otra y otra y otra y la satisfacción le dibuja la boca y le excita el pecho. Cuando se le acaban las baldosas, cuando la espalda se vuelve roja, el chico se da cuenta de que el sapo quedó aplastado debajo de su morbo ingobernable. El pobre sapo, sin sacudirse su siesta, se vio arrebatado de la simplicidad de su vida. El pobre chico, sin sacudirse su insensatez, se espanta de sus propias manos batricidas. Los dos son víctimas de una piedra, el que la arroja y el que la recibe. Al fin de cuentas, ni el sapo ni el chico son responsables de que el mundo no disponga de piedras blandas como plumas.

- ¿Sabe qué difícil sería dar un paso si el suelo tuviera la inconsistencia de la pluma?

- Hombre, entiéndame la metáfora. No sea tan riguroso con mis palabras.

- No sé si no estoy siendo metafórico también yo, pero siga explicándose.

- El Cosmos no necesita ser juzgado, sino perdonado. No habría piedra sobre piedra si existiese la justicia. No tengo nada más que decir - y la mujer del banco de madera, se levantó y se fue corriendo, ahogando el disimulo de su llanto, aprisionándolo entre la cara y las manos y convirtiendo al primer curioso en el primer cliente.

La fama del anciano creció con rapidez. Miles de melancólicos hicieron cola junto al asiento plegable de Ecuménico. Los faroleros aseguran que, incluso por las noches, un sacerdote de la Iglesia del Pilar lo visitaba con frecuencia, ocultándose en la oscuridad, para no ser reconocido por ninguno de sus feligreses. Su tarea fue haciéndose cada vez más difícil, porque se le ofrecían casos de resolución cada vez más complicada, que ponían a prueba su agudeza:

- Yo soy creyente - dijo una vez un hombre de traje negro - y a su vez, político. Se dará cuenta de que no son compatibles mis actividades, porque el político no puede subsistir si no se permite ciertas licencias. En cuanto asumí el cargo, me vi obligado a cegarme ante miles de actos delictivos de mis compañeros de fórmula, para salvar al partido; de los miembros de otros partidos, para evitar enemigos innecesarios. Pronto, yo también me vi envuelto en actos non sanctos: me quedé con un dinero que no me correspondía, dinero que se hizo cada vez más frecuente y más cuantioso, inauguré hospitales que eran cáscaras vacías, envié a ciertos hombres poco simpáticos a apretar a mis enemigos e hice que esos mismos personajes protagonizaran desmanes en las manifestaciones de apoyo a mis opositores. Mi vida continuaba sin mayores sobresaltos. De hecho, mejoraba notablemente. Mis amistades aumentaban, a medida que mis propiedades se iban haciendo más numerosas. Mi familia se vio consentida y parecía más feliz. Por lo menos, cuando las veo, mis dos hijas adolescentes, se muestran contentas. No obstante, mi buen pasar no podía ser absoluto. La otra tarde, en uno de mis hospitales, una nena de cinco años falleció. Los médicos dijeron que no tenían el equipo necesario para atender su enfermedad, que no debió resultarle letal, en otras condiciones. Rápidamente evité que la prensa difundiera el hecho, lanzando billetes y amenazas en distintas direcciones. Pero, desde esa tarde, no logré conciliar el sueño. Recurrí a remedios caseros y luego visité a doctores eminentes, pero ni las ovejas ni la leche tibia ni los tranquilizantes lograron hacer que la imagen de la nena dejara de expulsarme a la vigilia una y otra vez. Un allegado me cometó que, tal vez, usted podría devolverme el buen dormir que siempre me caracterizó.

Ecuménico se sobresaltó por primera vez. ¿Estaría equivocado? ¿Acaso ciertos individuos merecían sentirse culpables? ¿Acaso algunas personas merecían no ser perdonadas ni perdonarse? Enseguida pensó en que, años atrás, el político se habría horrorizado de sus manos capaces de dar muerte a un sapo y se habría compadecido de otras hormigas, a quienes habría juzgado parientes de la achicharrada por la luz del sol. A la sombra, Ecuménico contemplaba las manos que se escapaban de ese traje negro, manos que tiempo atrás habrían buscado acariciar una cabellera femenina y se habrían enredado en esos terrenos indóciles y fascinantes. Habrían sido expulsadas y menospreciadas y alguna vez se habrían aferrado a un ataúd para transportar a un ser querido y se habrían sentido solas, frías e inconsolables. Pasado el tiempo se perderían bajo tierra. Las manos que no pueden evitar el dolor del sapo ni el propio, se desvanecerían entre las raíces de un árbol parecido al que albergaba a Ecuménico. Sin llegar a convencerse a sí mismo, el extintor de conciencias argumentó:

- Usted dice ser creyente. Entonces, pensemos lo siguiente. Un hombre que da la vida por su prójimo es bien recibido en el Reino de los Cielos. No es necesario ser un gran conocedor de la Biblia para llegar a esta conclusión. La misma divinidad se hizo carne para ofrecer el sacrificio de su cuerpo. Sin embargo, hay algo que nadie tiene en cuenta. Miles de bomberos se arrojan a las llamas, para que el fuego se aplaque con sus uniformes y no haga su víctima al Sr. Piromaníaco que inició el incendio por fumar en la cama. Pero la entrega del bombero, en realidad, no es tan grande. El bombero ofrece su cuerpo y salva, así, su alma. La desproporción es gigantesca. El dolor de treinta segundos no es comparable a la eternidad. Sin embargo, lo que usted hace es realmente loable. El número de aspirantes al Cielo es numeroso, pero, según tengo entendido, son pocas las vacantes. Usted se retira de la competencia de inmediato, hace todo lo posible para cederle su espacio a otra persona más afortunada. Su acto de entrega es mayor que el del bombero. Usted, al ser creyente, sabe que no le aguarda otro destino que el de la condenación y, consciente de ello, persiste en el mal y permite que otro se salve en su lugar.

«Ahora, si su manejo irresponsable de la vida es un acto de entrega metafísica, entonces, usted no merece la condena eterna. Si por su conducta, alguien gana una plaza celeste, por ese gesto, usted merece otra. No se haga problema, amigo. Usted, también está salvado".

El hombre de traje negro, emocionado ante la noticia y convencido de que el bienestar terreno se prolongaría después de su muerte, volvió a su casa y soñó que miles de camellos pasaban por el ojo de una aguja.

Ecuménico Almada siguió alivianando las espaldas de todos los que se le acercaban con sus inquietudes. Con el paso del tiempo, personajes más infames, más sinistros. Consoló a un profesor de literatura que lapidaba la autoestima de sus alumnos más brillantes, diciéndoles que sus creaciones eran simples y carentes de ingenio; consoló a un hombre que dejaba esparcida carne envenenada para dar muerte a las mascotas ajenas; consoló a un abogado que estafaba a sus clientes, quitándoles la casa con artimañas legales; consoló a un empresario que explotaba a sus empleados y les retrasaba indefinidamente el pago de sus sueldo miserable; consoló a una mujer que abandonó a un bebé en un tacho de basura; consoló a un individuo que surcaba las puertas de los coches con una llave; consoló a un hombre que golpeaba todas las noches a su esposa; consoló a un violador que pensaba entregarse a la policía.

Pero un tarde, el sol se escurría entre las hojas de los árboles y Ecuménico Almada imponía una desacostumbrada rectitud a su espalda, cuando un hombre se le acercó y le dijo:

- ¿Es correcto matar a un canalla?

Ecuménico le dijo que era correcto porque el mundo estaba colmado de dolores innecesarios. La tarea del hombre era reducir su cantidad y que si la existencia de una persona causaba sufrimiento a los demás, entonces, lo más juicioso era acabar con esa vida perniciosa. Tras ofrecerle estas explicaciones, agregó:

- Yo sé que usted viene a hacer prevalecer la justica por sobre la clemencia. Usted cree, y tal vez con razón, que mi actividad es monstruosa. Sólo le pido un favor. No falle el tiro. Ni usted ni yo seríamos felices si quedara paralítico.

El hombre sacó un arma del bolsillo y disparó tres veces antes de ponerse en fuga. Los tres disparos se alojaron en el cerebro y le quitaron la vida inmediatamente a Ecuménico Almada. Los artesanos están convencidos que el extintor de conciencias se llevó a la tumba un argumento infalible, que seguramente utilizó el día de su Juicio Final, para apenas salvarse de las llamas infernales.