lunes, 15 de diciembre de 2008

De la verdad y la ficción

Fernando Ramírez cree ser descendiente de españoles. Persigue su apellido a través de las ramas de frondosos árboles genealógicos y busca tocayos en guías telefónicas. La preocupación por su origen no es una casualidad, sino que es algo impuesto por mi imaginación.

Fernando Ramírez no sabe que en su abdomen no hay un ombligo, porque su gestación no tuvo lugar en el vientre de su madre. Fernando Ramírez no es una persona de carne y hueso. Es apenas un personaje, desconocedor de su pasado y de su futuro, simplemente porque yo, su autor, me niego a que lo sepa.

Se despierta cuando suena su despertador, se cepilla los dientes con cuidado, viaja en un subte repleto y ocupa su lugar en la caja del Banco de Valores en el barrio de San Romualdo. Ni el banco ni el barrio existen realmente, pero como Fernando Ramírez no lo sabe, cumple religiosamente su horario de trabajo y regresa caminando hasta su casa, con el efímero sentimiento del deber cumplido.

Si supiera que su vida es ficcional, probablemente ensayaría actos heroicos, dramáticos, cómicos o extraordinarios. Asesinaría a una vieja; esperaría por el amor de una mujer hasta que ella le correspondiera; tardaría veinte años en volver de Troya para recuperar su destino al lado de una pasa de uva que teje y desteje; sufriría el tormento de la habitación 101; descendería al infierno para ver cómo se ajusticia a los pecadores y encerraría a su hijo en una torre, por temor de que éste lo liquidara, según el dictamen de las posiciones caprichosas de los astros.

Pero no, Fernando Ramírez no se sabe hijo de la pluma y se preocupa por tener una buena obra social, por pagar su jubilación y por mantenerse alejado del dolor.

Fernando Ramírez siempre quiso dedicarse al arte y no encerrar sus días detrás del vidrio de la pecera en la que trabaja contando dinero. Pero su educación y su concepto del mundo lo convirtieron en un ciudadano útil a la sociedad. No obstante, cada tanto se permite alguna licencia poética. Hace unas semanas, escribió en un cuaderno de notas el siguiente texto, mientras viajaba en subte, después de sentirse culpable por haberle ganado, en buena ley, el asiento a una anciana:

Evidentemente la literatura ha arruinado nuestras vidas. Si pensamos cuál es el paradigma de una historia de amor, inmediatamente pensamos en Romeo y Julieta. ¡Una historia en donde dos personas terminan muertas! ¿Es eso lo que realmente queremos para nosotros?

Se baja el telón y aplaudimos como desaforados, hasta que nos arden las manos, de pie, ¡bravo, bravo! Pero Julieta se levanta y Romeo hace lo propio para recibir el clamor del público.

Debemos distinguir la realidad de la ficción, para que nuestras existencias no se vean cercadas por la angustia. Aprendamos de Madame Bovary y de Don Quijote.


Ramiro Fernández, en cambio, es una persona de carne y hueso, pero evidentemente no lo sabe. Por algún extraño motivo busca el amor sólo donde no podrá encontrarlo. Y espera y sufre. Supone que la situación tiene que torcerse, que la paciencia lo convierte en mejor persona, que el dolor es un condimento de la felicidad futura, que si el cosmos le arrebata su recompensa, entonces le deberá una y, tarde o temprano, tendrá que llegar el día de pago. Piensa que detrás de todo acto debe esconderse una inteligencia. El concepto de azar es una aberración propia de espíritus débiles, incapaces del desciframiento, asegura mientras golpea la mesa con el puño.

Ramiro Fernández expresa lo que siente y remata con un "con la verdad no ofendo ni temo" y así provoca la furia, el desprecio y, de vez en cuando, la admiración del mundo que lo rodea.

Una vez vio cómo se le escapaba el tren en la estación José C. Paz. Sabía que si los vagones lo dejaban en el andén, debería perder cuarenta minutos de su historia, hasta que llegara el tren siguiente. Corrió con todas sus fuerzas, se tomó de la manija de metal, trastabilló y de milagro pudo arrodillarse en uno de los escalones. Así pudo llegar a tiempo a su cita y salvar su vida de milagro.

Después de la proeza del salto y de la captura del transporte, ocupó un asiento y escribió un pequeño texto, con la esperanza de la trascendencia:

Debemos intentar la hazaña. Nuestras vidas son un paréntesis en medio de la nada. La nada nos acecha al principio y al final, sólo si somos hombres extraordinarios, si nos instalamos en el recuerdo de los demás, si somos merecedores de eludir nuestra propia muerte, podremos ganar esa batalla. Lo curioso es que, muchas veces, la victoria se obtiene a través de una derrota estrepitosa.

Después de poner el punto final a sus pensamientos, miró por la ventana, muy atrás, allá a lo lejos, el andén que había abandonado con tanto peligro.

Desconocedores de nuestra condición, tanteando el concepto de persona y el de personaje, nos vemos obligados a tomar decisiones. Deberían aclararnos qué somos, para saber a qué atenernos. Por lo pronto, acá me ven, actuando como persona y viviendo como personaje.