jueves, 29 de enero de 2009

De los héroes y las hazañas del sur

Tiburcio Cristóbal Olitakis era una persona de pocas palabras. Muchas veces exponía una idea con un gesto simple y elocuente. Se autodenominaba un hombre de acción y quizás por eso no se habría resistido a que lo llamáramos por sus iniciales.

T.C.O. era dueño de la carnicería La cretense, ubicada en Villa Pueyrredón, en medio de una docena de edificaciones bajas. La mañana en la que encontraría su muerte, durante el desayuno, llevó a cabo un minucioso e infrecuente relato de su tarde anterior.

- ¿Está lista el agua, Adriana?
- Sí.
- Traela que yo cebo.

Adriana le alcanzó un termo y una bolsa de nylon con unos bizcochitos de grasa y T.C.O. llevó a cabo el acostumbrado ritual de sacudir el mate y derramar un chorro humeante en su interior, para que la yerba luciera un efímero techo de espuma.

Adriana escondía un espíritu dócil debajo de un aspecto fuerte. Cuando T.C.O. hablaba, ella sabía escucharlo, y condimentaba los almuerzos con palabras, cuando su esposo se hallaba taciturno. Esa mañana, ofreció su oído para que T.C.O. le contara que el día anterior había tenido que pedir prestada una escalera al ferretero Gutiérrez, para arreglar el caño que sostenía las reses y que había caído al suelo, en medio de un estruendo ahuyentador de clientes:

- Se partió por la mitad y toda la carne se desparramó por todo el negocio.
- ¿Pero por qué se rompió? ¿Lo cargaste mucho?
- No sé. No más de lo acostumbrado. Pero el caño es viejo y estaba bastante arqueado.
- ¿Y cómo lo arreglaste?
- No, no lo arreglé. No se puede. Lo reemplacé con una soga que tenía en el fondo. Recién el sábado voy a tener tiempo de ir con la camioneta a comprar un caño nuevo, pero por ahora, las reses penden de un hilo. Espero que el caño nuevo no salga muy caro.

T.C.O. se quedó mirando la bombilla, hasta que dijo:

- Justo cuando estaba parado sobre la escalera, tironeando de la soga que parecía corta, entró un gringo a comprar asado, en su media lengua.

El gringo era un inglés que había aterrizado en suelo porteño para visitar a su hermano, que vivía en una casa lujosa en el barrio de San Isidro. Al día siguiente se reencontrarían en un jardín diariamente cuidado por tijeras correctoras y después de cinco años de llamados telefónicos distantes, celebrarían el verse el uno al otro, con un asado pampeano y unos cuantos vinos mendocinos. El extranjero había insistido en la calidad de la carne y T.C.O. después de descolgarse del techo, le había ofrecido unas costillas filosas, rodeadas de carne apenas corrompida por una sutil línea de grasa.

- Mi hermano me dijo yo debo ir a San Isidro por el avenida Cabildo - tropezaba la lengua del inglés con la gramática -. ¿Pero debo ir al este o al oeste?

- No sé, tiene que ir hacia arriba.

- ¿Hacia arriba?

- Sí, hacia la provincia.

El inglés lo miró asombrado unos segundos. T.C.O. intentó en vano recordar por dónde salía el sol, para deducir dónde se encontraba el oriente. Entonces se dio cuenta de que si uno seguía derecho por Cabildo, desembocaba en Vicente López y Vicente López era la Zona Norte:

- Hacia el norte. Tiene que ir hacia el norte - dijo, con un gesto de victoria.

- No es posible. Cabildo corre de este a oeste.

- No, Cabildo va de norte a sur. Vicente López, Olivos, San Isidro están al norte de la Capital.

- No, usted es equivocado.

T.C.O. se sintió algo molesto:

- Mire, Don, yo nací acá, conozco las calles y sé el camino. Si usted es el que está perdido, por lo menos créame lo que le digo.

- Espera para mí uno momento - dijo el inglés. Salió de la carnicería y regresó con un plano de Buenos Aires que desplegó sobre el mostrador.

- Mire la mapa.

Adriana le devolvió el mate a T.C.O. y esperó la conclusión del relato, mientras introducía su mano por encima de la muralla de nylon de los bizcochitos de grasa.

- Tuve que reconocer que estaba equivocado - le dijo T.C.O. a su esposa -. La Zona Norte no es la Zona Norte. Es la Zona Noroeste. Y la Zona Sur no es la Zona Sur. Es la Zona Sureste. Al norte está la costanera y casi ninguna calle corre a su encuentro.
¿Te das cuenta, Adriana? Buenos Aires es una ciudad que le da la espalda al Río de la Plata. Lo tenemos a metros y dejamos que lo visiten apenas unos pocos pescadores los fines de semana. Pero eso no es lo peor. Estamos desorientados. Indiferentes a las profundidades y perdidos en nuestra propia casa. Llamamos norte al oeste y sur al este. ¿Cómo podrá reencausar el rumbo nuestro pueblo, en medio de este laberinto de palabras engañosas?
En este hemisferio, las cosas ocurren por azar o porque sí. Nuestros héroes son la consecuencia indeseada de un accidente. Por eso estamos como estamos - sentenció, mientras atacaba el último bizcocho de grasa y se ponía de pie, para ir a la carnicería.

No recuerdo bien si al día siguiente, pudo leerse en la primera página de un diario que la Junta Militar había iniciado el Proceso de Recomposición Nacional o que distintas investigaciones daban cuenta de un caso de corrupción en el Senado o que los responsables del secuestro, tortura y desaparición de miles de personas quedaban en libertad o que el índice de pobreza y desnutrición había aumentado en los últimos años. Pero sé que en el interior de ese mismo diario, en la sección policial, pudo leerse el siguiente artículo.

Carnicero muere aplastado.
Un trágico accidente dio fin a la vida de Tiburcio Cristóbal Olitakis (45), propietario de una carnicería en el barrio de Villa Pueyrredón. Según fuentes policiales, por causas aún desconocidas el carnicero habría colgado las reses de una soga que se cortó, ante el peso de la carne. Las reses se demoronaron sobre el cuerpo de Olitakis que quedó atrapado y sin aire y pudo haber muerto por la contusión misma o por asfixia, hecho que será develado cuando finalicen las pericias médicas.
El accidente fue descubierto por Federico Gutiérrez, propietario de la ferretería lindera, que se acercó a la carnicería para pedirle a Olitakis la devolución de una escalera que le había prestado la tarde anterior. Inmediatamente dio parte a la Policía y telefoneó a un servicio de emergencias médicas, pero cuando la ambulancia acudió, el carnicero ya había fallecido [...]

lunes, 19 de enero de 2009

De las paradojas

Quizás cuando los padres de Eleuterio Mentasti le dieron su nombre, le arrebataron la posibilidad de convertirse en héroe, ya que la sociedad no tolera ninguno tan malsonante para sus próceres. Es cierto que quebrar la tradición familiar, hubiera sido motivo de peleas en medio de pan dulces, turrones y sidra, puesto que el padre, el abuelo, el bisabuelo y los primogénitos que descansaban en las ramas más altas del árbol genealógico se habían llamado de la misma forma, algunos con orgullo, otros con vergüenza. Pero una tarde, Eleuterio decidió escapar a la condena de un destino impuesto y se comportó como un valiente.

Había recibido la visita de un matrimonio amigo y los había invitado a dejarse acariciar por las sombras de una parra en su patio de baldosas blancas y negras. Cebaba mate, mientras conversaban y, cada tanto, atacaban una docena de medialunas menguantes. Eleuterio llenó el mate hasta el borde y lo dejó sobre una mesita pálida, cercano a las interminables piernas de Romina Tasara. Ella era una mujer de hermosura proverbial en el barrio, cuya belleza no podía ser apreciada, al menos no por Eleuterio, ya que se trataba de la esposa de Ernesto Amieba, su amigo de la infancia con quien había compartido infinitas cazas de renacuajos y otras aventuras de esta índole.

Romina, entretenida por la conversación, no notó que ese mate le correspondía y lo dejó enfriarse junto a sus piernas cruzadas. Fue entonces que Eleuterio, bajo unas uvas rojas y enormes, se comprometió, silencioso, a ser un héroe. Tomó ese mate frío, que no era el suyo, y lo sorbió hasta escuchar el sonido final, como trompeta de batallas victoriosas.

La conversación continuó y su hazaña pasó inadvertida, disimulada entre las facturas. Es que en la estructura mental de Eleuterio, el heroísmo sólo era concebible si el autor no obtenía una recompensa. El que recibe agradecimiento por su proeza, pensaba, el que busca la fama, no es más que un comerciante.

Así, Eleuterio dedicó su existencia a corregir los defectos e iniquidades de la creación. Comenzó a patear penales directamente a las manos de los arqueros rivales, cantó un no quiero una tarde propicia en que el azar le había deparado un as de espadas, no exigió las monedas de vuelto en el supermercado y permitió que el cajero creyera que lo había estafado, en el trabajo se hizo responsable de errores ajenos, cortejó a las mujeres menos agraciadas del barrio y facilitó a cualquier pasajero que lo aventajara en la carrera por procurarse un asiento vacío.

Una noche, paseaba erguido por la peatonal de Lavalle, coloso anónimo en medio de sus beneficiados. Pero de pronto comprobó que a pesar de todos sus esfuerzos, los transeúntes tenían caras tristes. Los porteños pasaban a su lado con sus labios en descenso hacia los costados, con la mirada flotando debajo de la frente. En ese gesto de la ciudad, Eleuterio descubrió la ineficacia de su tarea y, en busca de una solución, se internó en la tenue luminosidad de una luna sureña que se arqueaba hacia abajo.

Después de deambular por calles angostas y vacías, concluyó que la felicidad sólo existía por contraste:

- El Filósofo dijo que el placer de sacarse el grillete, sólo se siente si se ha padecido el grillete - pensó -. Por lo tanto, para hacer felices a los hombres, es necesario infligirles algún tipo de dolor.

Inmediatamente alquiló un local en la avenida Pueyrredón y comenzó a vender zapatos. Permitía que hombres, mujeres y niños eligieran los que fueran de su gusto, pero al guardarlos en la caja, los cambiaba por un par idéntico, sólo que dos o tres números más chicos. Así, en poco tiempo, los transeúntes juntaron sus cejas y caminaron, sufrientes y sincronizados por el barrio de Once, Eleuterio disfrutaba de este coro de quejidos y lamentaciones, pensando el gesto de satisfacción que esbozarían los hombres de andar tortuoso, cuando llegaran a sus hogares y pudieran deshacerse del flagelo de su calzado nuevo.

Así como la afrenta de los zapatos, llevó a cabo otro tipo de deslealtades y traiciones: con el secreto propósito de resaltar las virtudes de la comida casera, vendió comidas sumamente picantes o desabridas; para fomentar el placer de llegar a destino, prefabricó congestionamientos contratando a cientos de automovilistas de marcha lenta y despreocupada o, de noche, cambió de lugar las paradas de colectivos para imponer así el castigo de la espera vana; para destacar el placer de la comunicación, adulteró teléfonos públicos para que no realizaran llamadas ni devolvieran las monedas.

Estos actos revolucionarios fueron descubiertos. Los vecinos de Once sospecharon que estos accidentes repetidos no eran producto de la casualidad. Siguiendo pistas y rumores, lograron dar con el autor y organizaron un repudio estruendoso en las puertas de la zapatería de la avenida Pueyrredón. Eleuterio pudo escapar de milagro de la masa iracunda y se vio obligado a mudarse de barrio.

Ni el oficio de benefactor anónimo ni el de saboteador público lograron transformarlo en un héroe. Sus proezas no adornan los libros de historia, sino las páginas de la crónica policial. Eleuterio se pasea ahora por las calles del barrio de Caballito, que le abrió sus indiferentes puertas sin hacer demasiadas preguntas. Lo peor del caso es que muy remotamente Eleuterio Mentasti sospecha por qué su voluntad clamaba por heroísmo. Quizás necesitaba la aprobación de la gente, que le resultó no sólo esquiva sino contraria. O quizás necesitaba impresionar a Romina Tasara, mujer vedada por los códigos de la amistad y de la caza de renacuajos.

viernes, 2 de enero de 2009

De los blogs

A Roberto Farías le gustaba la palabra berenjena. Sin embargo, no soportaba esta verdura aunque estuviera escondida en pan rallado, disimulada en medio de una milanesa. Por el contrario, odiaba la palabra blogger. No obstante, se convirtió en uno la misma tarde en que decidió volcar sus módicas aspiraciones literarias en Internet.

Estaba convencido de que toda empresa terrestre o celeste destinada a la trascendencia debía contar con un antagonista:

- Desde que Adán se sintió interesado por el negocio de la fruta, ya había una serpiente enroscándose entre sus palabras para incitarlo a la desobediencia - comentaba en mesas de café.

Roberto Farías creía entender el movimiento cósmico y ser lo suficientemente astuto como para no oponerse a él. Por eso, antes de decidir el nombre de su blog, ya sabía que Casimiro Rosende sería su enemigo acérrimo, nacido de su propia imaginación con el único fin de refutar torpemente cada una de sus ideas.

Por estas cuestiones de la psicología o de la metafísica, Roberto tuvo un comentarista antes de hacer el primer comentario y sonrió, pensando que en rigor el tiempo era una ilusión y que visto desde la eternidad, un reloj no era más que el producto aberrante de este gigantesco manicomio en que vivimos, donde los internos están dispuestos a contabilizar la vida con fines comercial.

También creía ser buen observador de la realidad. En su primer artículo criticó duramente a una secta a la que denominó los preventores. He aquí algunos pasajes de su prosa:

[...] Los preventores son un grupo de individuos que promueve catástrofes en su afán de evitarlas. [...] Se trata de personas que recomiendan no tener miedo a los perros, ya que los simpáticos canes tienen la capacidad olfativa de advertirlo, pero lo confunden (porque no son tan vivos; al fin de cuentas, son perros) con la planificación de una emboscada. Estos animales al ver a un tipo temblando, sospechan que se viene un golpe artero y como también suponen, quizás con razón, que no hay mejor defensa que un buen ataque, se lanzan sobre los brazos, piernas o cuellos de sus supuestos agresores, quienes, en rigor, no hicieron más que destilar adrenalina por unos segundos.

¿Pero a quién puede servirle el consejo de desterrar el miedo? El temor no es un acto voluntario. Es una emoción que surge a nuestro pesar. Aunque fuera verdad el cuento de que los perros tienen, además de dentaduras filosas, la inaudita capacidad de advertir el miedo, los preventores cumplirían mejor su misión llamándose a silencio y acallando estos comentarios zoológicos, más propicios para completar las páginas de la revista de la National Geographic que para tranquilizar a un incauto.


Inmediatamente después de publicar estas ideas, Roberto se transformó en Casimiro y con animosidad belicosa ingresó en el blog para refutar estos conceptos. Casimiro tenía dedos filosos. Cuando saltaban sobre el teclado, se volvían sarcásticos e hirientes. En pocas líneas expuso por qué los preventores eran útiles a la sociedad y desestimó las consideraciones de Roberto. He aquí algunos pasajes de su refutación:

[...]Todo conocimiento se alcanza por medio de la imitación. El estudiante de medicina no opera a un tipo el primer día de clases. Hace simulacros, ensaya y después de muchos años, bisturí en mano, salva una vida o ejerce la corrección de una cirugía estética. El cobarde puede aprender la valentía sometiéndose a actos de arrojo. Si vence el miedo una y otra vez, conseguirá convertirlo en un rival débil .[...]

Usted mismo, mi querido Roberto, si continúa escribiendo esta clase de comentarios torpes, es probable que se termine convirtiendo en un perfecto idiota.

La idea de Roberto pareció dar resultado. Atraídos por la violencia de los comentarios, los lectores y acotadores no tardaron en aparecer. Lo curioso del asunto, es que la beligerancia de Casimiro ganó más adeptos que la pacífica escritura del único y verdadero autor. La gente apoyó las refutaciones con fervor, defendió los conceptos del agresor y agregó nuevos argumentos, cuando no insultos, destinados a Roberto, quien se sonrió ante este hecho inesperado y decidió torcer la balanza a su favor.

Los artículos posteriores intentaron ser más elocuentes y los comentarios de Casimiro empezaron a mostrar falacias evidentes, constantes absurdos y afirmaciones discriminatorias e intolerantes. Roberto intentaba convertir a Casimiro en un ser despreciable, pero había algo en su escritura que resultaba convincente y los lectores siguieron apoyando sus conceptos y disimulando cada una de las atrocidades vertidas.

La popularidad de Casimiro se magnificaba día a día. Sus seguidores comenzaron a recomendarle que escribiera un blog propio al que visitarían con frecuencia. Roberto, entonces, tomó una medida drástica. Dejó de personificar a Casimiro y, de esa forma, lo amordazó. Sin alma, el personaje no era más que una marioneta echada en un armario viejo. Inmediatamente después, de este secuestro, escribió un artículo sin refutaciones de terceros ni de primeros. Al cabo de pocos días, los comentaristas dejaron leer su desconfianza. No le prestaron atención al artículo y empezaron a elaborar consideraciones acerca de la suerte de Casimiro, que había desaparecido de un día para el otro, sin dejar rastros. ¿Le habrá pasado algo? ¿Alguien sabe algo de él? La ausencia de Casimiro lo hacía aún más renombrado. Todos estaban preocupados e intentaban adivinar el paradero de ese desconocido tan familiar. Estas fueron las especulaciones que pudieron leerse.

- Para mí que lo están baneando - explicó uno.

- ¿Qué es banear? - preguntó otro, no tan al tanto de los neologismos cibernéticos.

- Es prohibirle hacer comentarios - agregó el primero - mediante un recurso de computadoras. Roberto no pudo soportar la polémica y en lugar de tener una actitud democrática, decidió librarse de su oponente.

- No, yo no lo baneé. Casimiro puede escribir cuando quiera - agregó Roberto, aunque sabía que se trataba de una verdad a medias. - Si no lo hace, es por su propia voluntad.

- ¡Mentira! - le respondieron -. Si no, Casimiro seguiría apareciendo. No podés soportar que sea más inteligente que vos y decidiste eliminarlo.

- Nada puede crear algo mayor a sí mismo. El producto no puede ser más grande que se hacedor, por definición - replicó Roberto, para dar por terminada la discusión.

- ¡No es imposible! ¡Dios ha muerto y los autores también! Firmado: Casimiro.

Grande fue la sorpresa de todos al volver a ver al comentarista, pero ninguna fue tan grande como la de Roberto. Él no había escrito esas palabras, que fueron las últimas de oponente.

Roberto siguió publicando artículos, pero los comentarios, siempre relativos a su rival, se fueron haciendo cada vez más escasos, hasta extinguirse definitivamente. Cada tanto Roberto visita su propio blog, con la esperanza de encontrar alguna respuesta de su contrincante, pero esta le resulta esquiva. Le tiende trampas a Casimiro, le escribe artículos tendenciosos, para obligarlo a oponerse. Ataca la fibra más sensible de su ser, lo desafía para que abandone su silencio, pero es inútil.