Mi novia tiene la curiosa habilidad de escaparse de una conversacion. Si lo que le digo no le resulta interesante, asiente con su cabeza en forma mecánica y deja que su mente se escape hacia territorios más amenos. Ese movimiento me sirve para determinar cuán entretenido es lo que estoy diciendo.
Sólo por compensar, creo que tuve derecho de dejar de prestarles atención a sus palabras. Mientras viajábamos en colectivo, me hablaba de diferentes marcas de pinturas y cómo quedarían mejor combinados los marcos, las puertas y las paredes. En mi defensa, puedo alegar que seguir el hilo hubiera sido una tarea difícil para cualquier hombre. Las mujeres tienen la capacidad de distinguir miles de tonalidades. Usan nombres que para nosotros no tienen sentido, como amarillo huevo o amarillo patito, y encuentran que uno y otro son completamente diferentes. Para mi género, en cambio, existen colores primarios, secundarios, el blanco y el negro; y el amarillo, por ejemplo, apenas puede distinguirse del naranja.
Para colmo, siempre tengo la impresión de que las charlas ajenas son más dignas que las mías. Al menos, en los demás asientos la gente siempre parece disfrutar el paseo más que yo. Se ríen con más fuerza o en más oportunidades o ponen gestos más graves. La comedia o la tragedia de los demás pasajeros siempre me resultaron más atractivas que mi limitación a la hora de opinar: realmente no entiendo la capacidad del verde de frecuentar el blanco y mantener una armonía.
De forma ilícita, sin permiso alguno, me escapé de mi conversación para colarme en la de un hombre de traje y una señorita más joven que se aferraba a su cartera. Probablemente eran compañeros de oficina:
- No, Morales, ¿Cómo piensa que iba a trabajar allá después de la advertencia de la vidente?
- Pero el sueldo era mejor.
- Sí, pero hay cosas más importantes. ¿Usted habría cambiado de trabajo a pesar de esas predicciones?
- Yo, en primer lugar, no habría consultado a la vidente.
- ¿Por qué no? Hay que tener un poco de cuidado, porque hay cada chanta. Pero ésta es realmente muy buena. ¿Nunca consultó a ninguna?
- No... bueno, Sí... una vez.
- Y le tocó un estafador...
- No, todo lo contrario. Creo que era el único vidente honesto.
- ¿Acertó lo que le predijo? ¿Se cumplió todo?
- No, no se cumplió nada, porque este vidente era distinto.
- ¿Cómo distinto? ¿De qué me habla, Morales? ¿Acertó o no?
Morales dejó de mirar hacia adelante y, por primera vez, observó a su compañera, dudando si era más prudente hablar o callar. Sólo entonces pude ver que Morales era más que una nuca. También tenía perfil:
- Al tipo podías encontrarlo en Plaza Saavedra los sábados de sol. Era un ciego de ochenta y pico de años.
- ¿Su vidente era un ciego?
- Sí, ¿qué importa eso? Incluso él decía que la vista molestaba a la hora de adivinar. Que para saber la verdad de la milanesa, necesitaba estar en penumbras.
Siempre estaba sentado en un banquito de madera. Junto a su pie, podía leerse un cartel con letra prolija que decía: "Leo su pasado".
- ¿Su pasado? ¿Y para qué quiero que me adivinan el pasado? Ya lo conozco: nací hace 30 años, un 25 de noviembre...
Morales la miró incrédulo.
- Bueno, nací hace 34 años, un 25 de noviembre.
- Claro, a mí también me sorprendió. Por eso me acerqué a hablarle. El tipo cebaba mate y jamás derramaba ni una sola gota. Inclinaba el termo y lo enderezaba justo cuando la espuma estaba a punto de rebalsarse. Extraño, porque yo, con mis dos ojos en perfectas condiciones, sólo con un poco de astigmatismo, no puedo dejar de volcar agua en el mantel cuando desayuno. Él en lugar de ojos tenía dos puntos azules que le flotaban en la cara y podía ser más cuidadoso que yo.
El hombre decía que la Divinidad no quería que supiéramos el futuro. Que si quisera tal cosa, nos habría provisto de un sentido que nos lo permitiese. Contaba que la gente que se dedicaba a la lectura de las líneas de las manos, a la astrología, a la inspección de la borra del café, era como Dalmiro Pernucci.
- ¿Y quién es Dalmiro Pernucci?
- Eso mismo le pregunté yo. El adivino siempre hablaba de personas que él creía famosas, pero no lo eran. Se trataban de simples vecinos del barrio de Saavedra a quienes él les atribuía una gloria mitológica.
Decía que este Dalmiro Pernucci había encontrado una inscripción muy disimulada en la pared de un terreno baldío y que estaba seguro de que esa letra borroneada contenía un conocimiento cósmico. Después de estudiarlo durante muchos meses, había llegado a la conclusión de que se trataba de una propaganda política y había vuelto a su casa convencido de que jamás votaría a ese candidato, que ya lo había decepcionado incluso antes de asumir su cargo cuando, por lo general, los políticos lo decepcionaban después de convertirse en funcionarios.
- ¿Pero para qué le sirven que le adivinen a uno su pasado?
- Él decía que el pasado, normalmente, está perdido. Que nuestra memoria es más bien un registro poético. Que los recuerdos son siempre distorsiones que agregan o quitan o directamente transforman. El futuro no es más que una consecuencia del pasado olvidado y sólo podemos entenderlo si comprendemos esa conexión.
El tipo leía las arrugas de la cara. Decía que el paso del tiempo deja su huella en el rostro de la gente. Te pasaba las manos por tus mejillas y te devolvía miles de recuerdos extraviados.
- Entonces, es mejor no hacerse un lifting.
- Justamente, contaba la historia de una mujer que se había hecho uno y, al volver a su casa, descubrió que su familia ya no estaba. Agregaba que muchos vecinos afirmaban que en realidad la familia había realizado un meticuloso plan de fuga, porque la mujer era francamente insoportable. Pero él estaba convencido de que quitarse una arruga de la cara era peligroso.
- Entonces, ¿el verde o el amarillo? - me preguntó mi novia, tomándome del brazo y devolviéndome a mi conversación.
La miré un rato, como Morales a su compañera, sin saber su era mejor contestarle o callar:
- El amarillo, sin dudas - respondí, sin saber de qué estaba hablando. - Es terrible - le dije, después de una breve pausa -. No conocemos el futuro, el pasado se nos pierde y, a veces, hasta el presente se nos escapa. Y estamos flotando en medio de toda esa inexactitud.
Me miró seria. Sus cejas se anudaron por debajo de se frente.
Continué el viaje en silencio, mirando la alfombra de goma del colectivo, hasta que tuve ocasión de escapar de su sorpresa y tocar el timbre, convencido de que no valía la pena demorarse en explicaciones porque, tarde o temprano, olvidaría mi comentario, o peor, asentiría con la mente perdida en un pincel o un rodillo.
Sólo por compensar, creo que tuve derecho de dejar de prestarles atención a sus palabras. Mientras viajábamos en colectivo, me hablaba de diferentes marcas de pinturas y cómo quedarían mejor combinados los marcos, las puertas y las paredes. En mi defensa, puedo alegar que seguir el hilo hubiera sido una tarea difícil para cualquier hombre. Las mujeres tienen la capacidad de distinguir miles de tonalidades. Usan nombres que para nosotros no tienen sentido, como amarillo huevo o amarillo patito, y encuentran que uno y otro son completamente diferentes. Para mi género, en cambio, existen colores primarios, secundarios, el blanco y el negro; y el amarillo, por ejemplo, apenas puede distinguirse del naranja.
Para colmo, siempre tengo la impresión de que las charlas ajenas son más dignas que las mías. Al menos, en los demás asientos la gente siempre parece disfrutar el paseo más que yo. Se ríen con más fuerza o en más oportunidades o ponen gestos más graves. La comedia o la tragedia de los demás pasajeros siempre me resultaron más atractivas que mi limitación a la hora de opinar: realmente no entiendo la capacidad del verde de frecuentar el blanco y mantener una armonía.
De forma ilícita, sin permiso alguno, me escapé de mi conversación para colarme en la de un hombre de traje y una señorita más joven que se aferraba a su cartera. Probablemente eran compañeros de oficina:
- No, Morales, ¿Cómo piensa que iba a trabajar allá después de la advertencia de la vidente?
- Pero el sueldo era mejor.
- Sí, pero hay cosas más importantes. ¿Usted habría cambiado de trabajo a pesar de esas predicciones?
- Yo, en primer lugar, no habría consultado a la vidente.
- ¿Por qué no? Hay que tener un poco de cuidado, porque hay cada chanta. Pero ésta es realmente muy buena. ¿Nunca consultó a ninguna?
- No... bueno, Sí... una vez.
- Y le tocó un estafador...
- No, todo lo contrario. Creo que era el único vidente honesto.
- ¿Acertó lo que le predijo? ¿Se cumplió todo?
- No, no se cumplió nada, porque este vidente era distinto.
- ¿Cómo distinto? ¿De qué me habla, Morales? ¿Acertó o no?
Morales dejó de mirar hacia adelante y, por primera vez, observó a su compañera, dudando si era más prudente hablar o callar. Sólo entonces pude ver que Morales era más que una nuca. También tenía perfil:
- Al tipo podías encontrarlo en Plaza Saavedra los sábados de sol. Era un ciego de ochenta y pico de años.
- ¿Su vidente era un ciego?
- Sí, ¿qué importa eso? Incluso él decía que la vista molestaba a la hora de adivinar. Que para saber la verdad de la milanesa, necesitaba estar en penumbras.
Siempre estaba sentado en un banquito de madera. Junto a su pie, podía leerse un cartel con letra prolija que decía: "Leo su pasado".
- ¿Su pasado? ¿Y para qué quiero que me adivinan el pasado? Ya lo conozco: nací hace 30 años, un 25 de noviembre...
Morales la miró incrédulo.
- Bueno, nací hace 34 años, un 25 de noviembre.
- Claro, a mí también me sorprendió. Por eso me acerqué a hablarle. El tipo cebaba mate y jamás derramaba ni una sola gota. Inclinaba el termo y lo enderezaba justo cuando la espuma estaba a punto de rebalsarse. Extraño, porque yo, con mis dos ojos en perfectas condiciones, sólo con un poco de astigmatismo, no puedo dejar de volcar agua en el mantel cuando desayuno. Él en lugar de ojos tenía dos puntos azules que le flotaban en la cara y podía ser más cuidadoso que yo.
El hombre decía que la Divinidad no quería que supiéramos el futuro. Que si quisera tal cosa, nos habría provisto de un sentido que nos lo permitiese. Contaba que la gente que se dedicaba a la lectura de las líneas de las manos, a la astrología, a la inspección de la borra del café, era como Dalmiro Pernucci.
- ¿Y quién es Dalmiro Pernucci?
- Eso mismo le pregunté yo. El adivino siempre hablaba de personas que él creía famosas, pero no lo eran. Se trataban de simples vecinos del barrio de Saavedra a quienes él les atribuía una gloria mitológica.
Decía que este Dalmiro Pernucci había encontrado una inscripción muy disimulada en la pared de un terreno baldío y que estaba seguro de que esa letra borroneada contenía un conocimiento cósmico. Después de estudiarlo durante muchos meses, había llegado a la conclusión de que se trataba de una propaganda política y había vuelto a su casa convencido de que jamás votaría a ese candidato, que ya lo había decepcionado incluso antes de asumir su cargo cuando, por lo general, los políticos lo decepcionaban después de convertirse en funcionarios.
- ¿Pero para qué le sirven que le adivinen a uno su pasado?
- Él decía que el pasado, normalmente, está perdido. Que nuestra memoria es más bien un registro poético. Que los recuerdos son siempre distorsiones que agregan o quitan o directamente transforman. El futuro no es más que una consecuencia del pasado olvidado y sólo podemos entenderlo si comprendemos esa conexión.
El tipo leía las arrugas de la cara. Decía que el paso del tiempo deja su huella en el rostro de la gente. Te pasaba las manos por tus mejillas y te devolvía miles de recuerdos extraviados.
- Entonces, es mejor no hacerse un lifting.
- Justamente, contaba la historia de una mujer que se había hecho uno y, al volver a su casa, descubrió que su familia ya no estaba. Agregaba que muchos vecinos afirmaban que en realidad la familia había realizado un meticuloso plan de fuga, porque la mujer era francamente insoportable. Pero él estaba convencido de que quitarse una arruga de la cara era peligroso.
- Entonces, ¿el verde o el amarillo? - me preguntó mi novia, tomándome del brazo y devolviéndome a mi conversación.
La miré un rato, como Morales a su compañera, sin saber su era mejor contestarle o callar:
- El amarillo, sin dudas - respondí, sin saber de qué estaba hablando. - Es terrible - le dije, después de una breve pausa -. No conocemos el futuro, el pasado se nos pierde y, a veces, hasta el presente se nos escapa. Y estamos flotando en medio de toda esa inexactitud.
Me miró seria. Sus cejas se anudaron por debajo de se frente.
Continué el viaje en silencio, mirando la alfombra de goma del colectivo, hasta que tuve ocasión de escapar de su sorpresa y tocar el timbre, convencido de que no valía la pena demorarse en explicaciones porque, tarde o temprano, olvidaría mi comentario, o peor, asentiría con la mente perdida en un pincel o un rodillo.