lunes, 29 de septiembre de 2008

De la adivinación

Mi novia tiene la curiosa habilidad de escaparse de una conversacion. Si lo que le digo no le resulta interesante, asiente con su cabeza en forma mecánica y deja que su mente se escape hacia territorios más amenos. Ese movimiento me sirve para determinar cuán entretenido es lo que estoy diciendo.

Sólo por compensar, creo que tuve derecho de dejar de prestarles atención a sus palabras. Mientras viajábamos en colectivo, me hablaba de diferentes marcas de pinturas y cómo quedarían mejor combinados los marcos, las puertas y las paredes. En mi defensa, puedo alegar que seguir el hilo hubiera sido una tarea difícil para cualquier hombre. Las mujeres tienen la capacidad de distinguir miles de tonalidades. Usan nombres que para nosotros no tienen sentido, como amarillo huevo o amarillo patito, y encuentran que uno y otro son completamente diferentes. Para mi género, en cambio, existen colores primarios, secundarios, el blanco y el negro; y el amarillo, por ejemplo, apenas puede distinguirse del naranja.

Para colmo, siempre tengo la impresión de que las charlas ajenas son más dignas que las mías. Al menos, en los demás asientos la gente siempre parece disfrutar el paseo más que yo. Se ríen con más fuerza o en más oportunidades o ponen gestos más graves. La comedia o la tragedia de los demás pasajeros siempre me resultaron más atractivas que mi limitación a la hora de opinar: realmente no entiendo la capacidad del verde de frecuentar el blanco y mantener una armonía.

De forma ilícita, sin permiso alguno, me escapé de mi conversación para colarme en la de un hombre de traje y una señorita más joven que se aferraba a su cartera. Probablemente eran compañeros de oficina:

- No, Morales, ¿Cómo piensa que iba a trabajar allá después de la advertencia de la vidente?

- Pero el sueldo era mejor.

- Sí, pero hay cosas más importantes. ¿Usted habría cambiado de trabajo a pesar de esas predicciones?

- Yo, en primer lugar, no habría consultado a la vidente.

- ¿Por qué no? Hay que tener un poco de cuidado, porque hay cada chanta. Pero ésta es realmente muy buena. ¿Nunca consultó a ninguna?

- No... bueno, Sí... una vez.

- Y le tocó un estafador...

- No, todo lo contrario. Creo que era el único vidente honesto.

- ¿Acertó lo que le predijo? ¿Se cumplió todo?

- No, no se cumplió nada, porque este vidente era distinto.

- ¿Cómo distinto? ¿De qué me habla, Morales? ¿Acertó o no?

Morales dejó de mirar hacia adelante y, por primera vez, observó a su compañera, dudando si era más prudente hablar o callar. Sólo entonces pude ver que Morales era más que una nuca. También tenía perfil:

- Al tipo podías encontrarlo en Plaza Saavedra los sábados de sol. Era un ciego de ochenta y pico de años.

- ¿Su vidente era un ciego?

- Sí, ¿qué importa eso? Incluso él decía que la vista molestaba a la hora de adivinar. Que para saber la verdad de la milanesa, necesitaba estar en penumbras.
Siempre estaba sentado en un banquito de madera. Junto a su pie, podía leerse un cartel con letra prolija que decía: "Leo su pasado".

- ¿Su pasado? ¿Y para qué quiero que me adivinan el pasado? Ya lo conozco: nací hace 30 años, un 25 de noviembre...

Morales la miró incrédulo.

- Bueno, nací hace 34 años, un 25 de noviembre.

- Claro, a mí también me sorprendió. Por eso me acerqué a hablarle. El tipo cebaba mate y jamás derramaba ni una sola gota. Inclinaba el termo y lo enderezaba justo cuando la espuma estaba a punto de rebalsarse. Extraño, porque yo, con mis dos ojos en perfectas condiciones, sólo con un poco de astigmatismo, no puedo dejar de volcar agua en el mantel cuando desayuno. Él en lugar de ojos tenía dos puntos azules que le flotaban en la cara y podía ser más cuidadoso que yo.
El hombre decía que la Divinidad no quería que supiéramos el futuro. Que si quisera tal cosa, nos habría provisto de un sentido que nos lo permitiese. Contaba que la gente que se dedicaba a la lectura de las líneas de las manos, a la astrología, a la inspección de la borra del café, era como Dalmiro Pernucci.

- ¿Y quién es Dalmiro Pernucci?

- Eso mismo le pregunté yo. El adivino siempre hablaba de personas que él creía famosas, pero no lo eran. Se trataban de simples vecinos del barrio de Saavedra a quienes él les atribuía una gloria mitológica.
Decía que este Dalmiro Pernucci había encontrado una inscripción muy disimulada en la pared de un terreno baldío y que estaba seguro de que esa letra borroneada contenía un conocimiento cósmico. Después de estudiarlo durante muchos meses, había llegado a la conclusión de que se trataba de una propaganda política y había vuelto a su casa convencido de que jamás votaría a ese candidato, que ya lo había decepcionado incluso antes de asumir su cargo cuando, por lo general, los políticos lo decepcionaban después de convertirse en funcionarios.

- ¿Pero para qué le sirven que le adivinen a uno su pasado?

- Él decía que el pasado, normalmente, está perdido. Que nuestra memoria es más bien un registro poético. Que los recuerdos son siempre distorsiones que agregan o quitan o directamente transforman. El futuro no es más que una consecuencia del pasado olvidado y sólo podemos entenderlo si comprendemos esa conexión.
El tipo leía las arrugas de la cara. Decía que el paso del tiempo deja su huella en el rostro de la gente. Te pasaba las manos por tus mejillas y te devolvía miles de recuerdos extraviados.

- Entonces, es mejor no hacerse un lifting.

- Justamente, contaba la historia de una mujer que se había hecho uno y, al volver a su casa, descubrió que su familia ya no estaba. Agregaba que muchos vecinos afirmaban que en realidad la familia había realizado un meticuloso plan de fuga, porque la mujer era francamente insoportable. Pero él estaba convencido de que quitarse una arruga de la cara era peligroso.

- Entonces, ¿el verde o el amarillo? - me preguntó mi novia, tomándome del brazo y devolviéndome a mi conversación.

La miré un rato, como Morales a su compañera, sin saber su era mejor contestarle o callar:

- El amarillo, sin dudas - respondí, sin saber de qué estaba hablando. - Es terrible - le dije, después de una breve pausa -. No conocemos el futuro, el pasado se nos pierde y, a veces, hasta el presente se nos escapa. Y estamos flotando en medio de toda esa inexactitud.

Me miró seria. Sus cejas se anudaron por debajo de se frente.

Continué el viaje en silencio, mirando la alfombra de goma del colectivo, hasta que tuve ocasión de escapar de su sorpresa y tocar el timbre, convencido de que no valía la pena demorarse en explicaciones porque, tarde o temprano, olvidaría mi comentario, o peor, asentiría con la mente perdida en un pincel o un rodillo.

martes, 23 de septiembre de 2008

El clac de una puerta que se cierra

Subir al vagón de un subte puede parecer una trivialidad. Se pone un pie delante del otro, se evita algún que otro empujón, se elude la bolsa de plástico de una mujer de pelo blanco y listo. Pero yo no creo en los actos banales. Lo insignificante lo es sólo en apariencia y cada detalle mínimo esconde un hecho crucial que pasará inadvertido si no estamos atentos.

En el vagón, siempre nos espera una desconocida que, por algún motivo misterioso, nos llama poderosamente la atención. Lee un libro y con lentitud levanta sus ojos para dar vuelta la página. A su lado y frente a ella hay dos lugares vacíos. ¿Cuál debería ocupar? Si me siento a su derecha, pierdo la posibilidad de contemplarla, porque si enrosco mi cuello para verla, no podré ser disimulado. El asiento de enfrente me arrebata la posibilidad de una conversación casual y si el subte se llenara, quedaría completamente aislado.

Me tomo unos segundos para elegir. Un señor suelta un “permiso” por entre sus bigotes y un chico de cinco años corre por delante de mis piernas. Entre los dos, me obligan a viajar parado en el otro extremo del vagón.

Realmente es un alivio cuando las circunstancias deciden por mí. Me encantaría no tener que elegir nunca, porque cada elección es una renuncia. Si en una fiesta como un sándwich de jamón y queso, estoy optando por dejar en la bandeja el de jamón y tomate. Si estudio abogacía, estoy desechando una prometedora carrera de actor. Si pateo un penal abajo a la derecha, estoy perdiendo la posibilidad de que mis compañeros de equipo me admiren. Optar implica cerrar puertas y no hay en el mundo sonido más triste que ese clac seco.

Preocupado por esta situación, evité durante un tiempo el subte, los sándwiches, el conocimiento y los deportes. Pensaba que si no decidía, mantendría intacta mi potencialidad. Pero rápidamente me di cuenta de que las puertas se seguían golpeando y no había forma de dejarlas abiertas.

Creo que por eso soy nostálgico. Mi presente es más interesante que mi pasado y, a pesar de eso, daría cualquier cosa por volver a ser el que fui. No para repetir experiencias. Volver al secundario y estar nervioso porque la de química piensa tomar lección oral y yo no estudié bien qué es un alcano, es más una pesadilla que algo deseable. Pero extraño aquellos tiempos en los que no estaba limitado por mi historia, cuando no era esclavo de mis desatinadas decisiones. Extraño aquellos tiempos en los que mi destino podía ser cualquiera.

martes, 16 de septiembre de 2008

Cortita y al pie, a pedido de la hinchada

Los vecinos del barrio de Balvanera justifican su presente con la intervención divina. Dicen que un domingo de enero a la mañana, el cura Nicanor Fuelles daba lo que él consideraba la mejor misa de su vida. Con sus brazos extendidos, se complacía al comprobar que las palabras no brotaban de su boca, sino de lo más profundo de su conciencia divina. lo irónico del caso es que los únicos espectadores eran una veintena de niños que, a pesar del fastidioso calor de las once, fantaseaban con hacer goles de palomita en el patio de la iglesia, ni bien terminara el sermón, que se prolongaba más allá de los límites de su paciencia.

El cura pudo notar que la atención de los niños se trepaba por las columnas y se escapaba por entre los incontables colores de los vitrales. Y sintió verdadera pena de que sus más inspirados testimonios se perdiesen para siempre, mientras los chicos se volvían sordos con sus bostezos.
Quiso el cura capturar a su público. Se inclinó hacia adelante y con un grito, elevó su puño al cielo:

- El cielo, niños. ¡El cielo es!

Y los chicos lo miraron como la primera cara que aparece después de una siesta. El sacerdote supo que las cuarenta pupilas, por fin, se clavaban en él. Buscó una imagen poderosa en su imaginación, una para que la recordaran para siempre:

- ¡El cielo es una misa eterna!

Desde aquel día, en Balvanera sólo hay malhechores, rufianes, delincuentes, criminales y administradores de edificios.

martes, 9 de septiembre de 2008

Palomas burguesas

Entre los muchos seres que me han perdido el respeto en las últimas décadas, ningún caso es tan ostensible como el de las palomas. Yo no sé qué les ocurrió. Cuando era chico e ingresaba a la plaza, volaban despavoridas en todas direcciones. Envalentonado por la fuga, apuraba mi paso en medio de la dispersión de pájaros. Plumas, alas, movimiento y el abandono de las miguitas de pan que les tiraban algunos ancianos, desde sus eternos bancos rojos.

Ahora la situación es distinta. Las palomas se aburguesaron. Cuando cruzo la Plaza Congreso tengo que aminorar la velocidad porque, pesadas, apenas si se mueven. Caminan, ya no vuelan. Me miran con desprecio, me invitan a cambiar mi recorrido, pero yo estoy rodeado por ellas. Avanzo con cuidado y, a veces, simulan un vuelo que no es más que un salto, sólo para conformarme.

Pero en algunas ocasiones estoy apurado. Necesito llegar hasta la otra esquina con rapidez. Las atropello con paso firme y entonces sí, sacuden sus alas y se elevan. Pero lo hacen sin gracia, en forma torpe y desacostumbrada. Siempre tengo la sensación de que el cansancio de su fuga va a llevarse mi rostro por delante. Entonces me agacho un poco y me convierto por unos segundos en otra estatua viviente.

No sólo me molestan al disputarme la plaza. También lo hacen al disputarse algunas porciones de mi fantasía. Durante mucho tiempo me pregunté cómo harían para adiestrar a las palomas mensajeras. Cuando tengo una inquietud de este tipo no llevo a cabo un método clásico. No le pregunto a alguien con mayores conocimientos ni abordo una enciclopedia ni busco en Google. Las soluciones fáciles son para espíritus más perezosos que el mío. Cuando yo no sé algo, intento deducirlo sin ayuda. Cualquier otra opción, es como mirar la respuesta de un crucigrama: una verdadera cobardía.

Supuse, entonces, que habría tipos que se emplumarían el cuerpo, para ganarse la confianza de las aves. Circularían en torno de ellas con aire disimulado y poco a poco les recitarían todos los nombres de la guía Filcar, para que pudieran orientarse. Avenida Santa Fe y extenderían sus alas. Avenida del Libertador y señalarían puntos específicos de un mapa. Avenida Córdoba y les recomendarían eludir la zona de aeroparque para evitar el tráfico.

Con el tiempo, apareció un conocedor de estas cuestiones (¡nunca faltan!). Sin que yo le preguntara, me corrigió. Me explicó que estaba en un error y me detalló un método mucho más simple y notablemente menos interesante que el que yo había alcanzado. Un método tan torpe y carente de ingenio, que voy a callar para permitirte, lector, el placer de desconocerlo.

Éste es el secreto de mi escritura. Si es que tiene algún valor, su fuerza no radica en lo que narro, sino en lo que silencio. Mientras otros escriben genialidades, yo apenas me esfuerzo en disimular las torpezas de un mundo que, a veces, se mueve sin talento y vuela en forma torpe, como una paloma aburguesada.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Maldito esquimal

Tengo que aceptarlo. No soporto que haya una persona a la que no le caiga bien. Si me entero de que en Alaska, en la soledad de su iglú, hay un esquimal que me desprecia, se me arruina el día. Y claro, con aspiraciones de esta clase, es fácil imaginar que mis semanas están colmadas de frustraciones. Principalmente porque con la excusa de la franqueza, existe una secta fundamentalista que nos lanza a la cara toda clase de sinceridades. ‘Va con onda’ agregan al final de cada sentencia y con eso se ponen a salvo de su merecido castigo.

Es que nuestra sociedad está desquiciada, sobrevalora la verdad, considera digno al que nos critica en forma despiadada e indigno al que se esfuerza en hacernos más tolerable la vida por medio de engaños. Yo, en cambio, si tuviera que elegir a un amigo de entre estos dos, no dudaría en acercarme al de la sonrisa falsa, más interesado en mi amistad que en sus principios.

Algunas personas han tratado de convencerme de que debo seleccionar la admiración de quiénes deseo despertar. Porque ser apreciado por una patota de individuos de pocas luces, a su parecer, carece de mérito.

- ¡Pero no! – respondo yo -. Quienes no son demasiado brillantes, nos permiten ejercitarnos. Si no logramos ser valorados por ellos, ¿cómo conseguiremos la aprobación de un inteligente, que es mucho más hábil y escurridizo?

Por culpa del blog pero también gracias a él, en los últimos tiempos he recibido elogios y críticas. Por suerte, más de los primeros que de las últimas. Pero claro, los rostros de los esquimales no me dejan dormir por las noches. Asoman sus cabezas por entre mis sábanas, sonríen con desprecio y me dicen que mis textos son muy largos, que carecen de imágenes, que no quieren leer terribles discursos. Les grité que escritores reconocidos habían hecho novelas de páginas y más páginas, pero me llamaron soberbio por haber sido tan irresponsable de compararme con ellos.

Decidido a hacerlos cambiar de parecer, intenté sintetizar. Podé cada uno de mis escritos, recorté adjetivos, mutilé ideas. Con este nuevo estilo, un Jack el destripador que se destripa a sí mismo, le escribí un mail a una amiga, quien acabó reprochándome mi telegrama.

Entonces caí en cuenta de un último inconveniente: la percepción de mis críticos no es unánime y, por lo tanto, nunca seré querido mientras sea uno solo, mientras no me transforme en múltiple. Y realmente no sé cómo se hace eso.

Tanta preocupación, tanto insomnio por culpa de mi enemigo esquimal, que se acomoda la capucha, se envuelve entre sus pieles y sonríe, porque sabe que estoy condenado a una única existencia (por mucho que me pese), y porque la victoria es suya. La mueca de sus labios y la exhibición de sus dientes, porque triunfa. Pero no puede dejar de pensar en mí.

Como yo tampoco puedo dejar de pensar en él.