lunes, 20 de julio de 2009

De la metafísica y la ley

El diputado Alejo Cuccinoti entró en el comité con la firme intención de conseguir el apoyo para su proyecto de ley. Había estudiado los argumentos durante toda la noche en su escritorio, mientras su esposa dormía extendida a lo ancho de la cama. Con las ojeras como signo de su convicción, el diputado se levantó de su silla y apuntó con sus dedos a todos los presentes:

- No estoy dispuesto a ceder. Este es el momento para presentar esta propuesta.

- Pero Alejo – lo interrumpió el diputado Remigio Hernández, el único con la fortaleza suficiente para rebatir sus ideas -. Se nos acusa de no preocuparnos por los problemas importantes y vos querés, justo ahora, cambiar las leyes del matrimonio. No seas necio. Los periodistas y la oposición nos van a destruir.

- ¿A qué te referís con ‘justo ahora’? Ahora es el momento adecuado. ¿No te das cuenta de que estas leyes quedaron obsoletas? No podés tener un pensamiento tan reaccionario y seguir aferrado a conceptos que ya no pueden sostenerse.

- ¿Pero vos pensás que la gente va a aceptar la nueva ley?

- Por supuesto que sí. Además, va a ser una ley. Van a estar obligados a respetarla.

- Estamos a pocos meses de las elecciones. Dejemos pasar unos meses. En estos tiempos hay que manejarse con mucha cautela. Un error ahora y perdés las bancas.

- Es justamente por eso que debemos presentar el proyecto inmediatamente. ¡Basta de dilaciones! La gente lo pide en forma silenciosa. No lo dicen, pero se lee en los rostros. El matrimonio, tal como lo conocemos, es una institución obsoleta. Hace muchos años el promedio de vida era muy bajo. A los cincuenta, las personas tenían la decencia de pasar a mejor vida. Te trataban de curar un mareo con sanguijuelas y en diez minutos estabas tocando el arpa. En aquellos tiempos de existencias cortas y leyes bárbaras, casarse para toda la vida era un compromiso menor, de apenas unos cuantos años. Pero ahora... ahora el promedio de vida es de ochenta y dos años para el hombre y ochenta y siete para la mujer. Si se casan a los veinticinco, por poner un ejemplo, están estableciendo un contrato de más de cincuenta años. ¡Más de cincuenta! ¿No lo ven? ¡El doble de lo que la persona tiene en el momento de firmar al pie de esa bendita página!

«No señor, el contrato matrimonial debe caducar a los veinte años. Esa ley no puede hacerse esperar. La ciencia estiró nuestras existencias. Tenemos la posibilidad histórica de vivir dos vidas. ¿Vamos a desperdiciarla viviendo una sola? No, veinte años, veinticinco a lo sumo y empezamos de nuevo. ¿Lo entienden?»

- Bueno, pero algunas personas estamos felices con lo que tenemos y no queremos recomenzar...

- ¡No me hagas hablar, Remigio! ¡No me hagas hablar que ya sabemos cómo son tus deseos de no innovar!

- Pero por lo menos habría que dejar la posibilidad de renovar el contrato. No podemos obligar a la gente a separarse.

- ¡De ninguna manera! ¡Ese sería el error más grande! ¡La revolución debe ser completa o si no, no se debe llevar a cabo! No estoy dispuesto a transigir. Porque si existe la posibilidad de la renovación, entonces nadie estará dispuesto a dar el salto. ¡Pero no se dan cuenta! ¡Les estoy proponiendo una ley que nos permita vivir dos vidas! ¿No lo entienden? ¡Un cambio ontológico establecido en el Código Civil! ¡Nadie en la historia de la humanidad propuso algo tan grande!

Todos los asistentes se vieron persuadidos por los argumentos de Alejo. Incluso Remigio acarició su barba y asintió, cuando todas sus barreras fueron desarticuladas.

Al día siguiente, el proyecto de ley fue presentado y cajoneado, como tantos otros, puesto que le dieron prioridad al debate acerca del aumento del salario de los diputados y senadores, que tuvo una aceptación inmediata y unánime.

Un día antes de cumplir sus bodas de plata, Alejo Cuccinoti, extendido a lo ancho de su propia cama, vio su sueño interrumpido cuando un cuchillo de cocina se le hundió en el pecho. Enterrado en la Chacarita, apoya ahora su cabeza en la base de una lápida en la que puede leerse:

"La política y la sociedad no están preparadas para empresas metafísicas".

martes, 7 de julio de 2009

Acerca de la génesis

Hace ya un tiempo largo, conocieron la historia del bandoneonista Remigio Álvarez y su teoría estética del sufrimiento. Lo que no saben es que el artista compartió el vientre materno con su hermano gemelo, de rasgos semejantes pero de actitudes diferentes.

Bajo el influjo de la era de la producción en masa y la certeza de que un blog sin artículos se muere, cometí la torpeza de dar a conocer los tropiezos de Remigio y callar o postergar los de su hermano.

Las personas tenemos vidas inútiles. Pensamos que nuestro nacimiento tiene un propósito, que nuestros actos se adhieren en la tierra que pisamos y que nuestra muerte inundará al mundo de un llanto incontenible. Pero no es así, vivimos y morimos y somos olvidados en un descuido. Hacemos cada tanto movimientos ampulosos para instalarnos en el recuerdo de alguien, pero es en vano. Nos perdemos entre miles de imágenes y sonidos y, al cabo de algunos años, somos apenas un nombre familiar, un estudiante escondido en medio de otros rostros de una foto grupal de un colegio que ya no existe, porque fue convertido en una torre gigantesca.

Los personajes, en cambio, tienen existencias redondas. Como no son concebidos por un vientre, sino por una cabeza, sus existencias no transitan por las calles del azar o la estupidez y sus actos están destinados al recuerdo.

Por cumplir con los plazos de una entrega o por querer ser breve para no aburrir, les conté las penurias de Remigio. Pero éstas sólo tenían sentido en contraposición con las de su hermano. El problema es que al demorarme en transmitirla, me olvidé de su historia y no pude recordarla a pesar de haberlo intentado una y otra vez. Las personas pueden y deben ser olvidadas, no así los personajes. Pero éste se rebeló. Ante un descuido, se escondió vaya uno a saber dónde y permitió que su vida careciera de sentido, no dejó ninguna huella visible y, lo peor del caso, arrastró consigo a su hermano, cercenando su historia, que en principio era circular y, por lo tanto, perfecta, hasta dejarle el aspecto triste de un gajo de mandarina.

Ya salí inútilmente por las calles de una Paternal imaginada, gritando el nombre del personaje devenido en persona por propia voluntad o como consecuencia de mi incapacidad de recordar cosas importantes. Quizás sea el momento de salir a buscarlo por La Paternal real.

miércoles, 6 de mayo de 2009

Del arte en la Paternal

Los vecinos de la Paternal sostienen que para ser artista, es necesario tener una vida tortuosa. La arquitectura de las calles hace que el pensamiento llegue inexorablemente a esa conclusión. Esta circunstancia puede parecer absurda (y probablemente lo sea), pero estudios científicos han demostrado que una misma persona tendrá ideas necesariamente contradictorias si lleva a cabo un análisis en San Cristóbal y en Constitución. El libro La geografía es mucho más que una montaña, escrito por el Dr. Guillermo Llorente, expone el caso de un hombre que vivía cerca de la estación de tren y que todas las noches decidía abandonar a su novia. A la mañana siguiente, cuando se dirigía a su casa para comunicarle su determinación, cambiaba de opinión en el preciso instante en que atravesaba la Avenida Entre Ríos. Hoy, la pareja sigue vigente y vive, un poco a disgusto, en el límite entre Balvanera y Monserrat y consideran dejarse o enlazar sus existencias para siempre cada vez que deciden comprar el pan en una u otra panadería.

Remigio Álvarez nació, vivió y planeó tener hijos y morir en la Paternal, por lo que sus apreciaciones artísticas estuvieron siempre teñidas por el curioso signo del barrio. De todas formas, en esas breves desatenciones del destino que los incautos llamamos libre albedrío, Remigio había conseguido convertirse en un verdadero extremista por voluntad propia.

Su afición por el tango y, en particular, por el bandoneón, apareció a temprana edad, cuando imitaba los movimientos de su abuelo que formaba parte de una orquesta típica. Pero fue en ese límite incierto entre la adolescencia y la juventud cuando descubrió que la música no provenía de dedos ágiles, sino del corazón y, principalmente, del dolor. En medio de una clase de solfeo cayó en cuenta de que esos estudios prácticos no tenían sentido, llamó "prestidigitador de cuarta" a su profesor y lo abandonó para siempre, dando un portazo, para dedicarse de lleno a actividades sufrientes, fuente de la única y verdadera inspiración.

Fue así como, a partir de ese día, se esforzó en enamorarse de mujeres imposibles que lo rechazaban con vehemencia y, en ocasiones afortunadas, hasta llegaban a ignorarlo, que es la forma capital del desprecio. Se rodeó de amistades que practicaban la ingratitud. Sintió admiración por desmemoriados que lo condenaban una y otra vez al olvido.

A Remigio se lo suele encontrar en boliches de mala muerte, tocando el bandoneón para borrachos que apenas le prestan atención. Considera que desperdició su vida, mientras sus dedos bailan un tango sobre los botones y el fuelle suspira amargura.

Alguna vez escuché su melodía entre el humo de los cigarrillos que nubla su existencia. Lo peor del caso es que no estoy seguro de que su música sea buena.

miércoles, 1 de abril de 2009

Monstruos de Plaza Francia II

José Vaivén era un mortal que manifiestaba en sus rasgos la azarosa combinación de dos razas separadas por miles de kilómetros, pero que se habían estrechado cuando su madre australiana supo dar a luz un hijo de padre criollo. José Vaivén, ya maduro, se hizo presente en los terrenos floridos de Plaza Francia para pasear sus particularidades. Dedicado a la confección y venta de boomerangs, esgrimía su cuchillo sobre la madera y procreaba así la artesanía con la que sus ancestros maternos se procuraron el alimento. Sólo después de someter los boomerangs a rigurosas pruebas, que daban cuenta de su calidad, los depositaba en una tela extendida en el suelo y los exhibía al círculo comercial. En ellos podían verse distintos dibujos de temática monótona: cientos de trabajadores enardecidos incendiaban una fábrica y se repartían lo que las gigantescas y pesadas máquinas habían producido a lo largo de la jornada. El dueño de la empresa exponía su cuello a la soga de la cual pendía, mientras algunos de los hombres que lo habían ajusticiado jugaban con su cuerpo inerte, balanceándolo de un lado al otro. Un grupo blandía distintos carteles en los se leían reclamos políticos y, a fuego lento, se quemaban los últimos vestigios de un sistema opresor, mientras los trabajadores bailaban y celebraban el éxito de la revolución. Otros boomerangs mostraban una Plaza de Mayo atestada de obreros que resistían las acometidas de la policía. La Guardia de Infantería desplegaba sus gigantescos bastones sobre las cabezas de los manifestantes que crujían cuando los uniformes avanzaban, pero la multitud era tan grande, eran necesarios tantos crujidos, que los bastones jamás lograban imponerse a tantos cráneos. Cientos de escudos transparentes, intentaban detener el empuje de miles de brazos que pugnaban por ingresar en la Casa Rosada. En un extremo del boomerang, cinco individuos golpeaban tímidamente unas cacerolas y se miraban con autosuficiencia. Somos la invencible clase media, gritaba uno. Viva, coreaban los cuatro restantes, mientras los disturbios les pasaban por su derecha, por su izquierda, por arriba y por abajo. Una señora con un bebé en brazos era golpeada ferozmente por un policía y, mientras un periodista de impermeable blanco denunciaba la barbarie del servidor público, otro periodista de impermeable negro se lamentaba de que una madre fuera capaz de exponer a su hijo a semejante peligro. El periodista blanco le respondía al negro que los que tienen hambre no tienen otra arma que la protesta y el negro le respondía al blanco que todos los que se encontraban en la plaza eran delincuentes pagos. Los insultos del periodista blanco se enroscaban en los del periodista negro, mientras se amenazaban con sus micrófonos para trenzarse luego en un combate feroz. A la derecha, un grupo prendía fuego a un tacho de basura y los bomberos trataban de apagarlo, sin poder acercarse, repelidos por piedrazos que surcaban el cielo. El potente chorro de agua se dirigía a las masas, en lugar de declararle su acostumbrada guerra a las llamas. Otros manifestantes construían barricadas, mientras algunos políticos se tomaban la cabeza, asomados a una de las ventanas de la Casa Rosada, mientras otros políticos se frotaban las manos, en la ventana lindera.

José Vaivén, mientras recortaba la madera, explicaba a quien quisiera oírlo que él mantenía el único sistema ético-comercial que había existido en el mundo. Jamás permitiría que una de sus artesanales armas cayera en manos de un gringo y cada vez que un extranjero se le acercaba a preguntarle el precio de sus productos, dejaba oír sus amenazas en toda la plaza.

A fuerza de simpatía, supo ganarse la amistad de los chicos que solían pedir dinero a los transeúntes y los aleccionó en sus doctrinas. Los pobres no tenemos que pedir dinero, les decía, sino exigir lo que por derecho nos corresponde. La fuerza es un recurso, agregaba, y por lo general, el único con el que contamos los que individualmente no somos poderosos. Los chicos lo observaban con ojos grandes y fascinados por el trayecto inconcebible que describía el boomerang cuando José lo arrojaba hacia delante:

- Tenemos que ser inteligentes - declaraba - para lograr que lo que nos fue arrebatado - y lanzaba su artesanía - vuelva a nuestras manos - y atrapaba su alegoría en pleno vuelo. - Aprendé a ganarte tu sustento, porque nadie te lo va a regalar - le dijo a Rubén, un chico de doce años y el mayor de todos sus espectadores, mientras depositaba en su mano el boomerang mejor trabajado -. Ahí hay un pájaro - y extendió su dedo índice hacia la rama de un árbol.

Rubén, con un movimiento diestro de su mano, supo hacer que el dibujo tallado de la revolución social, golpeara la cabeza del gorrión, que se transformó en alimento inmediatamente después de exhalar su último canto. Una olla grande, llena de aves desplumadas, era revuelta por una rama. La ronda de ojos hambrientos cercaba la cocción, mientras la voz de José resonaba en oídos que no podían escucharlo, porque el espíritu encerrado en el cuerpo, se pega a la lengua cuando las tripas suenan:

- No hay que regalar pescado. Hay que enseñar a pescar. Porque el pescado sirve para ahuyentar el hambre de hoy y el arte de la pesca, nos hace libres del hambre para siempre.

Los chicos probaron la sopa de pajaritos cuando estuvo lista y quedaron satisfechos. Sus abdómenes redondos brillaron, felices, bajo las estrellas por primera vez. Y durmieron un sueño gordo, cuyo sopor no quebrantan los ruidos ni las pesadillas.

Se despertaron cuando el sol del mediodía derramó su calor sobre sus diminutos cuerpos.

A partir de aquella noche de saciedad, el cielo de la plaza se vio surcado por innumerables boomerangs. Los pájaros se desprendían de las ramas como frutos maduros, saboreados por la jugosa sonrisa de José Vaivén, que sembraba discursos en tierra propicia:

- Ya se encargarán del mundo - se decía -. Ya arreglarán las injusticias con la fuerza de su brazo.

Los chicos saborearon una y otra noche las delicias de la sopa de pajaritos y cada banquete se convertía en una verdadera fiesta. Los cantos giraban alrededor del fuego y el baile se desplegaba bajo la luna, mientras el aroma de la sopa se fugaba de la olla y se esparcía por la plaza, halagando las narices de todo el barrio durante varios meses.

De jarra en jaaarra
Sirvan la soopa
Igual que el viiino
De copa en coopa

Cierta tarde, José Vaivén desapareció y distintas versiones intentaron dar cuenta de su paradero. Grupos políticos dijeron que el Gobierno lo había asesinado para evitar que sus boomerangs subversivos siguiesen promoviendo comportamientos sediciosos. Grupos religiosos sostuvieron que el gorrión es un ave sagrada de nuestros cielos y que una divinidad había castigado al cazador, transformándolo en pájaro. Los artesanos de Plaza Francia se abstuvieron de hacer comentarios y sólo algunos se atrevieron a admitir, después de muchas horas de insistencia, que durante la semana posterior a la desaparición de José Vaivén, el aroma de la sopa de pajaritos que cocinaban los chicos junto al tobogán, tuvo un aroma más agradable, más suculento y dulzón de lo acostumbrado y que durante esos siete días la fiesta de los chicos se había vuelto realmente escandalosa.

Que avive el fueeego
Ésta, mi cancioón.
De caldo y caaarne
Es la comunioón.

La rama sigue escondiéndose en la olla y la sopa sigue cocinándose en las noches de Plaza Francia, pero el rito se celebra en forma silenciosa, como si de un ceremonial religioso se tratara. Rubén, el mayor de los comensales, es quien se encarga en la actualidad de repartir los boomerangs a los cazadores. Algunos buscan en sus ojos a José Vaivén, convencidos de que la llama se transmite de maestro a discípulo, pero sólo encuentran dos pupilas negras, artesanales.

jueves, 19 de marzo de 2009

De la importancia del número

Las puertas del bar se abrieron para dejar pasar una procesión compuesta por cinco personas que, arrastrando un despojo, se acomodaron en torno a una mesa e inmediatamente pidieron una ginebra al mozo. El despojo era Eleuterio Barbosa, horas después de ser abandonado por Milagros Lamarque. Una carta sobre la almohada con explicaciones insuficientes, los cajones y el placard vacíos como epílogo de aquella relación.

Los cinco amigos intentaban consolar a Eleuterio, incendiando su alma con bebidas espirituosas, pero él se mantuvo inclinado sobre la mesa, con la mirada flotando sobre un cenicero, mientras que sus curanderos se ponían cada vez más chispeantes:

- Hay cientos de mujeres en el mundo. La que se va, abre la puerta para la próxima.

- Claro. No vas a darle el gusto de ponerte triste - y el consejo que sirve tanto en el arte de la carpintería como en cuestiones amatorias -. Un clavo saca a otro clavo.

- Vayamos al Club Villa Antártida. Esta noche hay un baile. ¡Qué mejor que un baile para considerar otros destinos posibles!

Las horas fueron pasando y el alcohol y la inmodificable curvatura de la espalda de Eleuterio condujo a los cinco colosos por nuevos rumbos discursivos. Tras agotar una larga serie de consejos, permitieron que sus lenguas se afilaran y dieran comienzo a un ataque feroz contra la figura de Milagros Lamarque:

- ¡Qué forma es ésa de abandonar un hogar!

- ¡Una carta! ¡Una miserable carta!

- Y los armarios sin ropa, con las perchas tambaleando.

- ¡Esto no puede quedar así! ¡Vayamos a buscarla! ¡Exijamos una explicación! ¿Dónde puede estar?

- ¿Habrá ido a lo de su mamá? ¡La vieja vive cerca! ¡En diez minutos podemos estar en su casa!

- ¡Nadie va a buscar a Milagros! - resonó la voz de Eleuterio, mientras su cabeza se erguía por primera vez -. Vayamos al baile.

Seis personas - y no cinco - se pusieron de pie, abandonaron el bar y se lanzaron hacia la sanación que proporcionaría el Club Villa Antártida. Los héroes irrumpieron en la pista de baile, otrora cancha de básquet, testigo de volcadas épicas en el año 72, época en la que el club hizo historia al coronarse campeón interbarrial.

Tras una minuciosa inspección del lugar, descubrieron que la más bonita de la fiesta se escondía entre las sombras que caían de un lado y de otro, empujadas por las luces en rítmico movimiento. Eleuterio tuvo ganas de volver a su casa, pero sus amigos le impidieron la retirada. Le obstruyeron las salidas y cubrieron su retaguardia, invitándolo a avanzar hacia las penumbras. Se dejó conducir y entabló con la mujer una escueta conversación, un baile y el olvido de Milagros, que fue sepultada entre los recuerdos por el vigor irresponsable de las vivencias.

Tras saborear la victoria, en una madrugada inspirada, Eleuterio concibió un plan, que transmitió a sus amigos la noche siguiente. La estrategia podría considerarse absurda, pero sus camaradas no la rechazarían puesto que la irracionalidad era una práctica habitual en aquel grupo:

- Anoche comprobé cuánto más simple es obtener el éxito con el respaldo de un ejército. Sin la presencia de ustedes, el triunfo me habría resultado esquivo, pero si aunamos esfuerzos, la batalla se vuelve sencilla.

Tengo una propuesta para hacerles. Turnémonos. Conviértanse por cinco meses en mi fuerza de choque y yo me convertiré en soldado de cada uno de ustedes por períodos similares. Les aseguro que nada que deseemos nos será negado.

Los amigos meditaron durante un tiempo y estuvieron de acuerdo. Así, el 14 de noviembre las efemérides recuerdan la conformación del Regimiento 1 de Flores, que sin bandera ni uniforme, intentaría corregir las muchas injusticias que sufría su comandante.

La primera hazaña lograda por este grupo ocurrió algunos días más tarde. Eleuterio consideraba que ya era hora de hacer entrar en razones a su vecino, que imponía su música espantosa a todo el edificio hasta altas horas de la noche, con todo el poder de sus parlantes potenciados. La infantería se atrincheró en la escalera y Eleuterio, envuelto en una soledad aparente, tocó el timbre del departamento "8". El enemigo observó por la mirilla y preguntó:

- ¡Quién vive!

- Soy el vecino de arriba. Vengo a solicitarle que deponga la música o me veré obligado a forzarlo.

- ¿A quién vas a obligar? - dijo el hombre, después de analizar que, por el tamaño y el aspecto físico de Eleuterio, podría propinarle una verdadera paliza en cuestión de minutos. Abrió la puerta y se puso en guardia. Inmediatamente la tropa entró en acción. En conjunto, empujaron al vecino hasta el fondo de su living y arrojaron sus parlantes por la ventana, mientras entonaban Aurora (canto que probablemente no era adecuado para la ocasión, pero el fervor patriótico que los embargaba era un sentimiento incoherente y el único recuerdo similar, se remontaba a mañanas frías de un 25 de mayo, en el patio de la escuela).

Eleuterio, aplicando una logística similar, consiguió un ascenso en el trabajo, que el portero del edificio de al lado no baldeara la vereda a deshoras, que la compañía de teléfonos celulares se hiciera cargo de un error en la facturación, que los obreros de una construcción fueran más consideraros y llevaran a cabo sus tareas con el mayor silencio posible y que un colectivero abandonara el arte de ocultarse tras otro colectivo para no detenerse en la parada.

Los fines de este ejército personal y comunitario no eran altruistas. Las correcciones y reivindicaciones que impusieron no siempre fueron justas. Eleuterio solicitó ser acompañado a cada fiesta a la que fue invitado y el apoyo de su grupo le resultó siempre favorable. Una noche, propuso el asedio y conquista de una rubia de vestido rojo. Pero los combatientes recomendaron cambiar de objetivo e invadir los territorios hostiles de una morocha de ojos verdes, que parecía mucho más apetecible que la anterior y que se dedicaba a rechazar a todos los pretendientes que la requerían. Eleuterio se opuso en un primer momento y explicó ciertas cuestiones acerca de la cadena de mandos, del verticalismo propio de toda organización castrense y cuán atractiva consideraba a la rubia. Pero fueron tan firmes y convincentes las voces que elogiaron la geografía de la morocha, que Eleuterio terminó convencido de que la opinión de sus subordinados era la correcta. La morocha habría de ser más bonita y su preferencia por la rubia debía ser apenas un accidente, producto de su percepción distorsionada. Al fin y al cabo, su propio instinto e inspiración lo habían llevado a elegir muchas mujeres equivocadas.

Después de unos minutos de conversación, aceptó gustoso, y tuvo por primera vez en su vida la sensación de certeza absoluta. Sabía que su determinación era correcta, porque no se fundamentaba en su propio capricho débil y cambiante, sino en la base firme de una mayoría. Uno de sus amigos podría equivocarse. Pero la coincidencia en el error de todo el grupo, le resultaba mucho más improbable.

Así, la morocha, seducida por el poder de Eleuterio o intimidada por el grupo que lo acompañaba, se dejó conquistar con facilidad y el capítulo La arremetida en el baile, pasó a engrosar el registro histórico de las hazañas de esta tropa. Sin embargo, las buenas ideas no tardan en ser plagiadas. En breves minutos, otro individuo conformó una milicia improvisada compuesta de quince combatientes, cuyo objetivo fue la usurpación de la morocha que se dejaba enroscar por los brazos de Eleuterio. Cuando iniciaron su acometida, el Regimiento 1 de Flores consideró que la batalla sería demasiado desigual, por lo que tras un silbido y una serie de ademanes preestablecidos, la tropa llevó a cabo su primer repliegue táctico, que fue motivo de burla y escarnio durante los días posteriores.

Eleuterio entendió que si sus enemigos habían duplicado su estrategia, él debía fortalecerse para mantener su hegemonía. Entonces, se lanzó a la Plaza Pueyrredón para reclutar gente y extendió sus esfuerzos por distintos barrios de la ciudad. Después de largas jornadas de búsqueda y convencimiento, el ejército de Eleuterio alcanzó el número místico de setenta soldados, divididos en agrupaciones menores, cada una con un jefe convenientemente entrenado.

El desplazamiento de una tropa de setenta integrantes se convirtió en una verdadera inconveniencia. Tomar colectivos era una tarea dificultosa, que implicaba fraccionarse y, generalmente, llegar tarde a todos lados. Por ello, se decidió reducir el radio de acción a un máximo de treinta y tres cuadras.

La noche del 26 de febrero, ciento cuarenta piernas sincronizadas marchaban hacia un boliche de Caballito. Eleuterio ingresó en el local y se encontró con el mismo regimiento enemigo que le había arrebatado a la morocha de ojos verdes. Ella continuaba custodiada por el temido general:

- Eleuterio, intentemos recuperar a la morocha - dijo uno de sus amigos, tras evaluar el poderío de fuerzas propias y hostiles.

Eleuterio, amparado por el número, se dispuso a iniciar el ataque, cuando otro de sus jefes interrumpió:

- No, la morocha es lo menos importante en estos momentos. Dejemos de lado las cuestiones amatorias. Debemos limpiar nuestro honor y atacar al enemigo en un movimiento reivindicatorio a muerte.

Eleuterio quedó, pensativo, entre estas dos voces.

- No, están equivocados - dijo otro -. ¿Para qué gastar pólvora en chimangos, si en el noroeste hay una pelirroja de piernas interminables, muy superior a la morocha. Debemos ser inteligentes y prácticos. La batalla perdida, perdida está. Miremos hacia el futuro y ocupémonos de actos más sublimes.

- No, la pelirroja es mi hermana. ¡Con mi hermana no te metas! - soltó otro de los jefes.

- ¿Y por qué la conquista de la pelirroja es más sublime que la recuperación de la morocha?

- Porque la morocha es bonita en el plano terrenal. La pelirroja es metafísicamente perfecta.

- A mí no me gustan las coloradas.

- ¡Pero vos qué sabés!

- Si no podemos ponernos de acuerdo, vayamos a otro boliche.

- ¡Bueno, el que elige acá soy yo! - interrumpió Eleuterio - Yo también tengo mi criterio, ¿no?

- ¡No! Tu criterio es el que nos trae problemas. Si fuera por tu criterio, jamás se habría formado esta tropa y te hubieras escapado en la primera incursión en el Club Villa Antártida.

- ¡Pero quién da las órdenes acá! - respondió enojado Eleuterio, ante ese acto de insubordinación.

Todo su ejército lo rodeó:

- Las órdenes las das vos. Pero sabé que si no seguís mi consejo, te vas a convertir en mi enemigo. Y no sólo en mi enemigo. Hay muchos soldados que me acompañarán - explicó uno de los coroneles, mientras algunos reclutas asentían con la cabeza.

- También te vas a convertir en mi enemigo, si no me escuchás - agregó otro jefe, que no quería ceder terreno.

- En el mío también.

Eleuterio se quedó en silencio. Los jefes de las distintas facciones lo tomaron de sus miembros:

- ¡Vamos! ¡Decidí! ¿De qué lado estás?

Eleuterio no sabía qué contestar. Reconquistar a la morocha, se mostraba como una tarea interesante, pero vengar la afrenta parecía honroso y digno. Incursionar en nuevos territorios pelirrojos es siempre abrirse una puerta a un posible destino más prometedor, pero marchar hacia otro lugar y pacificar los ánimos era una opción juiciosa. Los jefes comenzaron a tironear de los brazos, de las piernas, del cuerpo de Eleuterio. Un remolino de gente y violencia se formó a su alrededor. Un testigo sospechó que aquel revuelo podría derivar en una tragedia y llamó a la Comisaría 38. Dos patrulleros se hicieron presentes cuando los coroneles se disputaban la voluntad del general, tirando con todas sus fuerzas, cinchando hasta que el cuerpo de Eleuterio simplemente cedió y se despedazó.

- ¡Policía! ¡Nadie se mueva!

Los coroneles, cada uno con su despojo, se lanzaron hacia la salida empujando a bailarines y uniformados y huyeron en distintas direcciones. Las crónicas barriales registran que los miembros de Eleuterio fueron enterrados en distintos parques de la ciudad. El brazo derecho descansa en Plaza Francia. El brazo izquierdo en Plaza Once. Una pierna, tal vez la izquierda, en los Bosques de Palermo. La cabeza, en cambio, fue abandonada en el local. La Policía la encontró echada en el suelo y con una sonrisa amplia y sorprendente. Es probable que Eleuterio haya muerto feliz, tras abandonar la triste circunstancia de ser uno, flotando en la incertidumbre, para convertirse en múltiple y verdaderamente libre.

lunes, 9 de marzo de 2009

Del Abolidor de Belleza

Esteban Principato jamás sospechó que el curso de su historia se transformaría cuando, con su acostumbrado movimiento, se abrieron las puertas del ascensor en que viajaba:

- Buenos días - dijo Laura Deles, mientras ingresaba arrastrando un pesado violonchelo y presionaba con su dedo el botón de la planta baja.

Esteban permaneció en silencio durante algunos segundos, intentando articular la frase que, finalmente, pudo soltar:

- Buenos días.

Jamás había visto a una criatura de tan delicada figura y movimientos. Su belleza era un cachetazo que la precedía e inundaba el ascensor.

- Hasta luego - dijo, mientras Esteban, con un gesto, se ofrecía a cerrar la puerta y la invitaba a perderse por el pasillo.

Los días posteriores le regalaron a Esteban escenas parecidas. Laura Deles abandonaba su departamento a las 8.45 a.m. e ingresaba en el ascensor, siempre ocupado por su vecino que se quedaba en un silencio contemplativo que lo llenaba de felicidad por todo el trayecto y cuyos vestigios lo acompañaban durante toda la jornada.

Una mañana, después de cerrar la puerta y cederle el paso, la siguió por la avenida José María Moreno a algunos metros de distancia, escondiéndose detrás de los árboles para no ser descubierto en su acecho. Vio cómo Laura se detenía en la parada del 55, mientras encendía un cigarrillo. Cuando terminó de fumarlo y lo dejó ahogarse en el arroyo que corre junto al cordón de la vereda, el colectivo apareció con su cadencia cansina. Extendió su brazo y subió las escaleras con una gracia infrecuente, a pesar de llevar consigo el pesado instrumento.

La sincronización era su distintivo o su adorno. El cigarrillo no se había consumido por azar. El colectivo lo había esperado para materializarse. Las horas y los minutos eran un rasgo de su inolvidable rostro. O al menos eso pensó Esteban.

El soborno al portero para acumular información, era un hecho que no tardaría en ocurrir:

- Los hijos de la Sra. Ramírez la internaron en un geriátrico - le explicó.

- Pobre.

- Sí, bueno, en realidad no. La Ramírez era verdaderamente una bruja. Cada vez que me veía quieto, me gritaba: ¡Herminio, limpie! ¿Qué hace que no está trabajando? El consorcio no le paga para hacer de estatua. Sí, señora, sí, le respondía yo. Pero la vieja no tenía otra cosa que hacer. Todo el día a mis espaldas, para ver si estaba en movimiento o no. Y no es que a mí no me guste el trabajo, pero no puedo...

- Herminio, volvamos a la vecina nueva, por favor.

- Ah, sí. Bueno, los hijos internaron a la vieja Ramírez en el geriátrico y pusieron el departamento en alquiler. Se mudó esta señorita, Laura Deles, hace poco menos de un mes. Vive sola. Nunca la vi entrar con ningún hombre, así que descarto que tenga novio. Cada tanto viene a visitarla un hermano.

Con esta información, Esteban se empeñó en trazar un plan de conquista. Lo primero, sería abordarla en el ascensor. Debería hacer un comentario ingenioso, que le permitiera trasponer las puertas del anonimato. ¿Pero qué sería lo más adecuado?

Así, durante horas, fue escribiendo posibles comentarios y estudiando qué respuestas podría recibir en cada caso. Elaboró sesenta y cinco conversaciones hipotéticas de veintisiete segundos de duración cada uno, tiempo empleado por el ascensor para descender los seis pisos hasta planta baja.

Con toda esa teoría elucubrada en horas insomnes, se decidió a llevarla a la práctica un lunes por la mañana. Pero cuando Laura ingresó en el ascensor y apoyó el violonchelo contra la pared del fondo, Esteban consideró que las palabras que había preparado se volvían torpes en su mente y lo serían mucho más en su boca. Las sesenta y cinco charlas corregidas y estudiadas no eran apropiadas para la ocasión y Laura Deles partió del edificio con la misma rutinaria indiferencia que había profesado hasta entonces.

Esteban cayó en una honda amargura. La belleza de Laura se le representaba inalcanzable y le manifestaba su propia imperfección. La avenida José María Moreno ya no lo veía pasar silbando el tango Si no me engaña el corazón, sino que su espalda se le hizo pesada y su vista comenzó a descansar, como un bastón, sobre las baldosas rectangulares por las que se arrastraban sus pasos. Así de encorvado, llegó a una agria conclusión, que explicó a un par de amigos una tarde de cervezas y maníes, en el bar de acostumbradas confesiones:

- La belleza no puede provenir de la luz, sino de la oscuridad. La belleza es realmente una porquería, que no se la deseo a nadie - dijo Esteban mientras golpeaba la mesa con un puño.

- Bueno - lo interrumpió su amigo de la infancia, Julio Ledesma, mientras empujaba con su dedo índice su par de anteojos para que estos escalaran hasta la cumbre de su nariz -, existen diversas teorías, de la ascensión angélica por la contemplación...

- La contemplación es realmente abominable. A mí no me vengan con esas burradas de la caída del espíritu por tropiezos estéticos. Enfrentarse a lo bello es como mirar por mucho tiempo las estrellas: te recuerda tu propia pequeñez y que te vas a morir. Nada bueno puede salir de esa conjunción... Nada bueno.
Por eso, si nos consideramos ciudadanos decentes, deberíamos dejarnos de hacer macanas y esforzarnos en abolir definitivamente la belleza de nuestro barrio.

- ¿Abolir la belleza? ¿Cuántas cervezas te tomaste?

- No las suficientes -. Y en ese instante, su vida alcanzó un nuevo propósito.

Existen muchos testimonios acerca de las actividades terroristas de Esteban Principato. Pero las dos más veraces, de las que existen pruebas y las más alejadas del imaginario barrial, son El ataque al teatro y El sabotaje a la orquesta.

Esteban consideró que el mayor peligro contra la humanidad, radicaba en el arte. Una actividad que tenía a la estética como uno de sus propósito más importantes, no podía sino provenir de los parajes infernales más profundos. Fue por ello que una mañana se presentó en la sala del Teatro Atenas, con los avisos clasificados bajo el brazo, y se postuló para el oficio de acomodador. Su aplomo y su currículum (tan intachable como apócrifo) le valieron la aceptación de los empleadores, que lo contrataron para que iniciara sus actividades ese mismo fin de semana, en el estreno de la obra clásica La vida es sueño.

El sábado, Esteban se presentó con un traje reluciente y de inmediato puso en práctica su plan. Cortaba los boletos y les pedía a los espectadores que lo acompañaran. Simulaba tener un desperfecto con la linterna y, tras pedir disculpas, solicitaba que lo siguieran a tientas por entre medio de unos pasillos oscuros. Pero en lugar de conducirlos hacia sus asientos, Esteban les hacía perder el rumbo, los extraviaba en el baño, también oscuro, y les cerraba la puerta con llave. De esta forma, logró introducir en unos sanitarios de quince metros por trece, a cincuenta y siete personas que habían abonado su entrada. Entre ellos, figuraba un crítico que supuso que esa aglomeración caótica entre lavabos y urinarios, no era más que una versión vanguardista de la obra de Calderón, para imponerle al público el terrible padecer de Segismundo, recluido de la sociedad y del trono que le correspondía, ay mísero de mí, ay infelice. Es fácil suponer que la valoración del espectáculo por parte de dicho periodista fue bastante pobre.

Los actores, salieron a escena y vieron una sala completamente vacía, aunque la recaudación en la boletería no había sido mala. Se miraron los unos a los otros, debatieron sobre el compromiso del artista de realizar su arte aun con un público ausente, pero finalmente primó la cordura, se sacaron sus incómodas vestimentas y fueron a cenar a la pizzería de la esquina.

El otro acto vandálico exitoso consistió en arruinar un concierto. Los bomberos voluntarios de Caballito tenían una orquesta filarmónica de bastante prestigio en la zona e incluso en barrios aledaños, que normalmente suelen lanzar críticas feroces contra los artistas foráneos.

Los vecinos estaban conmocionados. La orquesta de bomberos haría un concierto gratuito en el Parque Rivadavia y el entusiasmo era grande. Muchas personas ocuparon sus puestos frente a un escenario que todavía no había sido construido, para tener la certeza de que tendrían ese lugar de privilegio cuando finalmente la música brotara de los instrumentos.

Para perpetrar su crimen, Esteban Principato aguzó su ingenio. Con una serie de actos de inteligencia, logró descubrir que los músicos almorzaban siempre a las 12.30 en el cuartel de bomberos. Durante todo un mes, se apostó en ese lugar, simulando ser un vendedor de globos y haciendo sonar una campana para llamar la atención de los chicos. Los bomberos almorzaban sin prestarle demasiada atención al vendedor, permitiendo que sus dientes se hincaran en tiernas y jugosas costillas de asado.

El día del concierto, los músicos se acomodaron en el escenario y Esteban hizo lo propio entre el público numeroso. El director, entre aplausos, ingresó y tras hacer algunas reverencias, enfrentó a su orquesta. Esteban disimuladamente sacó su campana de bolsillo y furtivamente la hizo sonar. Los músicos sintieron hambre de inmediato y sus glándulas comenzaron a segregar saliva. El trombonista intentó dar inicio a la melodía, pero sólo logró que de su instrumento brotara una catarata que bañó a los espectadores de la primera fila. El director golpeó con la batuta un par de veces, pero los vientos no podían comenzar y las cuerdas y los percusionistas estaban asombrados por el suceso, inmóviles detrás de sus violines y timbales. El público se impacientó de tal forma que bastó que uno gritara su descontento para que se lanzaran sobre el escenario y atacaran a los músicos, que intentaron escapar, algunos con más fortuna que otros.

Esteban se sentó complacido sobre el pasto de la plaza, para ver el terrible alcance de los desmanes, mientras, entre risas, pensaba:

- No por nada el perro de Pavlov no era trompetista.

Los vecinos comentan que Esteban Principato comenzó a ir a trabajar a las 8.30, por temor de cruzarse con su vecina y, poco después, para evitar accidentes indeseables, decidió mudarse. Dicen, aunque estos testimonios no son dignos de demasiado crédito, que Laura Deles abordó a Herminio cierta tarde para preguntarle por su vecino del 8º "B", ya que la extrañaba no haberlo vuelto a ver. Pero el portero no pudo dar demasiadas precisiones sobre su paradero, ya que Esteban había abandonado su departamento en horas nocturnas, para evitar preguntas y comentarios indiscretos.

En algunas panaderías suele oírse que, cada tanto, Esteban Principato hace una reaparición pública en algunos clubes barriales e inicia una rechifla ensordecedora cuando intentan elegir y coronar a la Reina de la Primavera.

lunes, 2 de marzo de 2009

Del Extintor de Culpas

Ecuménico Almada pisó por primera vez el pasto de Plaza Francia, arrastrando un banquito plegable y quejándose del calor. Ubicó su asiento en donde su figura sintió el amparo de las sombras y, luego de acomodarse, escribió su nombre y su oficio en un cartón: Ecuménico Almada, Único Extintor de Conciencias. El hombre era un anciano que se desplazaba con gracia excesiva, a pesar de la curvatura de su espalda, inclinada más por el peso de su cabeza descomunal, que por la inclemencia de los años. El tiempo le había sido favorable y con suaves caricias, lo había coronado de sabidurías entrecanas. Ecuménico podía caminar por una vereda recién baldeada y adivinar el lugar en el que se encontraban las baldosas flojas, vengadoras de los pantalones recién planchados. Conocía el lugar preciso en donde los vagones estacionarían sus puertas y, las tardes en las que el sol descansaba su calor sobre los pasajeros, lograba apoderarse de los últimos asientos vacíos, por obra de su habilidad. Parecía que los misterios del mundo se desentrañaban ante la mirada atenta de Ecuménico Almada y su experiencia le hizo conocer que iniciaba un negocio de prosperidad desbordante, mientras con su marcador negro desplegaba su letra prolija en el cartón:

- El mundo está lleno de culpas innecesarias - le explicó al primer curioso -. La gente sufre por cosas que no deberían preocupar a nadie. ¿Ve ahí? - estiró el dedo índice, haciendo desaparecer con ese gesto, las arrugas que se aferraban a su mano -. Tres de las siete personas que están sentadas en los bancos de madera, sufren un remordimiento absurdo. Tres individuos se condenan a sí mismos en forma simultánea, tres dolores su superponen debajo del ombú.

- ¿Y cómo sabe usted eso? - le preguntó el curioso.

- Mire, yo no lo obligo a creerme. Pero antes de que el sol alcance la cima de aquel árbol, esa señorita que mira el suelo, con la preocupación enroscada en el cuello, se levantará y saldrá corriendo con un sollozo en el rostro.

- ¿Por qué?

- ¿Sabe por qué? Porque no se sabe inocente. Porque nadie le habló de la clemencia de la justicia.

- Pero la justicia no debe ser clemente. La justicia debe limitarse a ser justa.

- ¿Qué está diciendo? Se nos echa sin preguntarnos en un mundo doloroso. Cierta partera nos arranca del vientre materno en medio de alaridos, mientras imponemos un sufrimiento indescriptible a quien nos da la vida. Yo, usted, todos, no somos más que un desgarro atroz. Los días pasan y los dolores se acumulan, se vuelven una posesión. La materia se deshace en nuestras manos. Un chico con una lupa achicharra a una hormiga, que se queda inmóvil, con las patitas de sombrero. Otro, le tira una piedra enorme a un sapo dormido. La espalda se le pone blanca y el chico le tira otra y después otra y otra y otra y la satisfacción le dibuja la boca y le excita el pecho. Cuando se le acaban las baldosas, cuando la espalda se vuelve roja, el chico se da cuenta de que el sapo quedó aplastado debajo de su morbo ingobernable. El pobre sapo, sin sacudirse su siesta, se vio arrebatado de la simplicidad de su vida. El pobre chico, sin sacudirse su insensatez, se espanta de sus propias manos batricidas. Los dos son víctimas de una piedra, el que la arroja y el que la recibe. Al fin de cuentas, ni el sapo ni el chico son responsables de que el mundo no disponga de piedras blandas como plumas.

- ¿Sabe qué difícil sería dar un paso si el suelo tuviera la inconsistencia de la pluma?

- Hombre, entiéndame la metáfora. No sea tan riguroso con mis palabras.

- No sé si no estoy siendo metafórico también yo, pero siga explicándose.

- El Cosmos no necesita ser juzgado, sino perdonado. No habría piedra sobre piedra si existiese la justicia. No tengo nada más que decir - y la mujer del banco de madera, se levantó y se fue corriendo, ahogando el disimulo de su llanto, aprisionándolo entre la cara y las manos y convirtiendo al primer curioso en el primer cliente.

La fama del anciano creció con rapidez. Miles de melancólicos hicieron cola junto al asiento plegable de Ecuménico. Los faroleros aseguran que, incluso por las noches, un sacerdote de la Iglesia del Pilar lo visitaba con frecuencia, ocultándose en la oscuridad, para no ser reconocido por ninguno de sus feligreses. Su tarea fue haciéndose cada vez más difícil, porque se le ofrecían casos de resolución cada vez más complicada, que ponían a prueba su agudeza:

- Yo soy creyente - dijo una vez un hombre de traje negro - y a su vez, político. Se dará cuenta de que no son compatibles mis actividades, porque el político no puede subsistir si no se permite ciertas licencias. En cuanto asumí el cargo, me vi obligado a cegarme ante miles de actos delictivos de mis compañeros de fórmula, para salvar al partido; de los miembros de otros partidos, para evitar enemigos innecesarios. Pronto, yo también me vi envuelto en actos non sanctos: me quedé con un dinero que no me correspondía, dinero que se hizo cada vez más frecuente y más cuantioso, inauguré hospitales que eran cáscaras vacías, envié a ciertos hombres poco simpáticos a apretar a mis enemigos e hice que esos mismos personajes protagonizaran desmanes en las manifestaciones de apoyo a mis opositores. Mi vida continuaba sin mayores sobresaltos. De hecho, mejoraba notablemente. Mis amistades aumentaban, a medida que mis propiedades se iban haciendo más numerosas. Mi familia se vio consentida y parecía más feliz. Por lo menos, cuando las veo, mis dos hijas adolescentes, se muestran contentas. No obstante, mi buen pasar no podía ser absoluto. La otra tarde, en uno de mis hospitales, una nena de cinco años falleció. Los médicos dijeron que no tenían el equipo necesario para atender su enfermedad, que no debió resultarle letal, en otras condiciones. Rápidamente evité que la prensa difundiera el hecho, lanzando billetes y amenazas en distintas direcciones. Pero, desde esa tarde, no logré conciliar el sueño. Recurrí a remedios caseros y luego visité a doctores eminentes, pero ni las ovejas ni la leche tibia ni los tranquilizantes lograron hacer que la imagen de la nena dejara de expulsarme a la vigilia una y otra vez. Un allegado me cometó que, tal vez, usted podría devolverme el buen dormir que siempre me caracterizó.

Ecuménico se sobresaltó por primera vez. ¿Estaría equivocado? ¿Acaso ciertos individuos merecían sentirse culpables? ¿Acaso algunas personas merecían no ser perdonadas ni perdonarse? Enseguida pensó en que, años atrás, el político se habría horrorizado de sus manos capaces de dar muerte a un sapo y se habría compadecido de otras hormigas, a quienes habría juzgado parientes de la achicharrada por la luz del sol. A la sombra, Ecuménico contemplaba las manos que se escapaban de ese traje negro, manos que tiempo atrás habrían buscado acariciar una cabellera femenina y se habrían enredado en esos terrenos indóciles y fascinantes. Habrían sido expulsadas y menospreciadas y alguna vez se habrían aferrado a un ataúd para transportar a un ser querido y se habrían sentido solas, frías e inconsolables. Pasado el tiempo se perderían bajo tierra. Las manos que no pueden evitar el dolor del sapo ni el propio, se desvanecerían entre las raíces de un árbol parecido al que albergaba a Ecuménico. Sin llegar a convencerse a sí mismo, el extintor de conciencias argumentó:

- Usted dice ser creyente. Entonces, pensemos lo siguiente. Un hombre que da la vida por su prójimo es bien recibido en el Reino de los Cielos. No es necesario ser un gran conocedor de la Biblia para llegar a esta conclusión. La misma divinidad se hizo carne para ofrecer el sacrificio de su cuerpo. Sin embargo, hay algo que nadie tiene en cuenta. Miles de bomberos se arrojan a las llamas, para que el fuego se aplaque con sus uniformes y no haga su víctima al Sr. Piromaníaco que inició el incendio por fumar en la cama. Pero la entrega del bombero, en realidad, no es tan grande. El bombero ofrece su cuerpo y salva, así, su alma. La desproporción es gigantesca. El dolor de treinta segundos no es comparable a la eternidad. Sin embargo, lo que usted hace es realmente loable. El número de aspirantes al Cielo es numeroso, pero, según tengo entendido, son pocas las vacantes. Usted se retira de la competencia de inmediato, hace todo lo posible para cederle su espacio a otra persona más afortunada. Su acto de entrega es mayor que el del bombero. Usted, al ser creyente, sabe que no le aguarda otro destino que el de la condenación y, consciente de ello, persiste en el mal y permite que otro se salve en su lugar.

«Ahora, si su manejo irresponsable de la vida es un acto de entrega metafísica, entonces, usted no merece la condena eterna. Si por su conducta, alguien gana una plaza celeste, por ese gesto, usted merece otra. No se haga problema, amigo. Usted, también está salvado".

El hombre de traje negro, emocionado ante la noticia y convencido de que el bienestar terreno se prolongaría después de su muerte, volvió a su casa y soñó que miles de camellos pasaban por el ojo de una aguja.

Ecuménico Almada siguió alivianando las espaldas de todos los que se le acercaban con sus inquietudes. Con el paso del tiempo, personajes más infames, más sinistros. Consoló a un profesor de literatura que lapidaba la autoestima de sus alumnos más brillantes, diciéndoles que sus creaciones eran simples y carentes de ingenio; consoló a un hombre que dejaba esparcida carne envenenada para dar muerte a las mascotas ajenas; consoló a un abogado que estafaba a sus clientes, quitándoles la casa con artimañas legales; consoló a un empresario que explotaba a sus empleados y les retrasaba indefinidamente el pago de sus sueldo miserable; consoló a una mujer que abandonó a un bebé en un tacho de basura; consoló a un individuo que surcaba las puertas de los coches con una llave; consoló a un hombre que golpeaba todas las noches a su esposa; consoló a un violador que pensaba entregarse a la policía.

Pero un tarde, el sol se escurría entre las hojas de los árboles y Ecuménico Almada imponía una desacostumbrada rectitud a su espalda, cuando un hombre se le acercó y le dijo:

- ¿Es correcto matar a un canalla?

Ecuménico le dijo que era correcto porque el mundo estaba colmado de dolores innecesarios. La tarea del hombre era reducir su cantidad y que si la existencia de una persona causaba sufrimiento a los demás, entonces, lo más juicioso era acabar con esa vida perniciosa. Tras ofrecerle estas explicaciones, agregó:

- Yo sé que usted viene a hacer prevalecer la justica por sobre la clemencia. Usted cree, y tal vez con razón, que mi actividad es monstruosa. Sólo le pido un favor. No falle el tiro. Ni usted ni yo seríamos felices si quedara paralítico.

El hombre sacó un arma del bolsillo y disparó tres veces antes de ponerse en fuga. Los tres disparos se alojaron en el cerebro y le quitaron la vida inmediatamente a Ecuménico Almada. Los artesanos están convencidos que el extintor de conciencias se llevó a la tumba un argumento infalible, que seguramente utilizó el día de su Juicio Final, para apenas salvarse de las llamas infernales.

jueves, 29 de enero de 2009

De los héroes y las hazañas del sur

Tiburcio Cristóbal Olitakis era una persona de pocas palabras. Muchas veces exponía una idea con un gesto simple y elocuente. Se autodenominaba un hombre de acción y quizás por eso no se habría resistido a que lo llamáramos por sus iniciales.

T.C.O. era dueño de la carnicería La cretense, ubicada en Villa Pueyrredón, en medio de una docena de edificaciones bajas. La mañana en la que encontraría su muerte, durante el desayuno, llevó a cabo un minucioso e infrecuente relato de su tarde anterior.

- ¿Está lista el agua, Adriana?
- Sí.
- Traela que yo cebo.

Adriana le alcanzó un termo y una bolsa de nylon con unos bizcochitos de grasa y T.C.O. llevó a cabo el acostumbrado ritual de sacudir el mate y derramar un chorro humeante en su interior, para que la yerba luciera un efímero techo de espuma.

Adriana escondía un espíritu dócil debajo de un aspecto fuerte. Cuando T.C.O. hablaba, ella sabía escucharlo, y condimentaba los almuerzos con palabras, cuando su esposo se hallaba taciturno. Esa mañana, ofreció su oído para que T.C.O. le contara que el día anterior había tenido que pedir prestada una escalera al ferretero Gutiérrez, para arreglar el caño que sostenía las reses y que había caído al suelo, en medio de un estruendo ahuyentador de clientes:

- Se partió por la mitad y toda la carne se desparramó por todo el negocio.
- ¿Pero por qué se rompió? ¿Lo cargaste mucho?
- No sé. No más de lo acostumbrado. Pero el caño es viejo y estaba bastante arqueado.
- ¿Y cómo lo arreglaste?
- No, no lo arreglé. No se puede. Lo reemplacé con una soga que tenía en el fondo. Recién el sábado voy a tener tiempo de ir con la camioneta a comprar un caño nuevo, pero por ahora, las reses penden de un hilo. Espero que el caño nuevo no salga muy caro.

T.C.O. se quedó mirando la bombilla, hasta que dijo:

- Justo cuando estaba parado sobre la escalera, tironeando de la soga que parecía corta, entró un gringo a comprar asado, en su media lengua.

El gringo era un inglés que había aterrizado en suelo porteño para visitar a su hermano, que vivía en una casa lujosa en el barrio de San Isidro. Al día siguiente se reencontrarían en un jardín diariamente cuidado por tijeras correctoras y después de cinco años de llamados telefónicos distantes, celebrarían el verse el uno al otro, con un asado pampeano y unos cuantos vinos mendocinos. El extranjero había insistido en la calidad de la carne y T.C.O. después de descolgarse del techo, le había ofrecido unas costillas filosas, rodeadas de carne apenas corrompida por una sutil línea de grasa.

- Mi hermano me dijo yo debo ir a San Isidro por el avenida Cabildo - tropezaba la lengua del inglés con la gramática -. ¿Pero debo ir al este o al oeste?

- No sé, tiene que ir hacia arriba.

- ¿Hacia arriba?

- Sí, hacia la provincia.

El inglés lo miró asombrado unos segundos. T.C.O. intentó en vano recordar por dónde salía el sol, para deducir dónde se encontraba el oriente. Entonces se dio cuenta de que si uno seguía derecho por Cabildo, desembocaba en Vicente López y Vicente López era la Zona Norte:

- Hacia el norte. Tiene que ir hacia el norte - dijo, con un gesto de victoria.

- No es posible. Cabildo corre de este a oeste.

- No, Cabildo va de norte a sur. Vicente López, Olivos, San Isidro están al norte de la Capital.

- No, usted es equivocado.

T.C.O. se sintió algo molesto:

- Mire, Don, yo nací acá, conozco las calles y sé el camino. Si usted es el que está perdido, por lo menos créame lo que le digo.

- Espera para mí uno momento - dijo el inglés. Salió de la carnicería y regresó con un plano de Buenos Aires que desplegó sobre el mostrador.

- Mire la mapa.

Adriana le devolvió el mate a T.C.O. y esperó la conclusión del relato, mientras introducía su mano por encima de la muralla de nylon de los bizcochitos de grasa.

- Tuve que reconocer que estaba equivocado - le dijo T.C.O. a su esposa -. La Zona Norte no es la Zona Norte. Es la Zona Noroeste. Y la Zona Sur no es la Zona Sur. Es la Zona Sureste. Al norte está la costanera y casi ninguna calle corre a su encuentro.
¿Te das cuenta, Adriana? Buenos Aires es una ciudad que le da la espalda al Río de la Plata. Lo tenemos a metros y dejamos que lo visiten apenas unos pocos pescadores los fines de semana. Pero eso no es lo peor. Estamos desorientados. Indiferentes a las profundidades y perdidos en nuestra propia casa. Llamamos norte al oeste y sur al este. ¿Cómo podrá reencausar el rumbo nuestro pueblo, en medio de este laberinto de palabras engañosas?
En este hemisferio, las cosas ocurren por azar o porque sí. Nuestros héroes son la consecuencia indeseada de un accidente. Por eso estamos como estamos - sentenció, mientras atacaba el último bizcocho de grasa y se ponía de pie, para ir a la carnicería.

No recuerdo bien si al día siguiente, pudo leerse en la primera página de un diario que la Junta Militar había iniciado el Proceso de Recomposición Nacional o que distintas investigaciones daban cuenta de un caso de corrupción en el Senado o que los responsables del secuestro, tortura y desaparición de miles de personas quedaban en libertad o que el índice de pobreza y desnutrición había aumentado en los últimos años. Pero sé que en el interior de ese mismo diario, en la sección policial, pudo leerse el siguiente artículo.

Carnicero muere aplastado.
Un trágico accidente dio fin a la vida de Tiburcio Cristóbal Olitakis (45), propietario de una carnicería en el barrio de Villa Pueyrredón. Según fuentes policiales, por causas aún desconocidas el carnicero habría colgado las reses de una soga que se cortó, ante el peso de la carne. Las reses se demoronaron sobre el cuerpo de Olitakis que quedó atrapado y sin aire y pudo haber muerto por la contusión misma o por asfixia, hecho que será develado cuando finalicen las pericias médicas.
El accidente fue descubierto por Federico Gutiérrez, propietario de la ferretería lindera, que se acercó a la carnicería para pedirle a Olitakis la devolución de una escalera que le había prestado la tarde anterior. Inmediatamente dio parte a la Policía y telefoneó a un servicio de emergencias médicas, pero cuando la ambulancia acudió, el carnicero ya había fallecido [...]

lunes, 19 de enero de 2009

De las paradojas

Quizás cuando los padres de Eleuterio Mentasti le dieron su nombre, le arrebataron la posibilidad de convertirse en héroe, ya que la sociedad no tolera ninguno tan malsonante para sus próceres. Es cierto que quebrar la tradición familiar, hubiera sido motivo de peleas en medio de pan dulces, turrones y sidra, puesto que el padre, el abuelo, el bisabuelo y los primogénitos que descansaban en las ramas más altas del árbol genealógico se habían llamado de la misma forma, algunos con orgullo, otros con vergüenza. Pero una tarde, Eleuterio decidió escapar a la condena de un destino impuesto y se comportó como un valiente.

Había recibido la visita de un matrimonio amigo y los había invitado a dejarse acariciar por las sombras de una parra en su patio de baldosas blancas y negras. Cebaba mate, mientras conversaban y, cada tanto, atacaban una docena de medialunas menguantes. Eleuterio llenó el mate hasta el borde y lo dejó sobre una mesita pálida, cercano a las interminables piernas de Romina Tasara. Ella era una mujer de hermosura proverbial en el barrio, cuya belleza no podía ser apreciada, al menos no por Eleuterio, ya que se trataba de la esposa de Ernesto Amieba, su amigo de la infancia con quien había compartido infinitas cazas de renacuajos y otras aventuras de esta índole.

Romina, entretenida por la conversación, no notó que ese mate le correspondía y lo dejó enfriarse junto a sus piernas cruzadas. Fue entonces que Eleuterio, bajo unas uvas rojas y enormes, se comprometió, silencioso, a ser un héroe. Tomó ese mate frío, que no era el suyo, y lo sorbió hasta escuchar el sonido final, como trompeta de batallas victoriosas.

La conversación continuó y su hazaña pasó inadvertida, disimulada entre las facturas. Es que en la estructura mental de Eleuterio, el heroísmo sólo era concebible si el autor no obtenía una recompensa. El que recibe agradecimiento por su proeza, pensaba, el que busca la fama, no es más que un comerciante.

Así, Eleuterio dedicó su existencia a corregir los defectos e iniquidades de la creación. Comenzó a patear penales directamente a las manos de los arqueros rivales, cantó un no quiero una tarde propicia en que el azar le había deparado un as de espadas, no exigió las monedas de vuelto en el supermercado y permitió que el cajero creyera que lo había estafado, en el trabajo se hizo responsable de errores ajenos, cortejó a las mujeres menos agraciadas del barrio y facilitó a cualquier pasajero que lo aventajara en la carrera por procurarse un asiento vacío.

Una noche, paseaba erguido por la peatonal de Lavalle, coloso anónimo en medio de sus beneficiados. Pero de pronto comprobó que a pesar de todos sus esfuerzos, los transeúntes tenían caras tristes. Los porteños pasaban a su lado con sus labios en descenso hacia los costados, con la mirada flotando debajo de la frente. En ese gesto de la ciudad, Eleuterio descubrió la ineficacia de su tarea y, en busca de una solución, se internó en la tenue luminosidad de una luna sureña que se arqueaba hacia abajo.

Después de deambular por calles angostas y vacías, concluyó que la felicidad sólo existía por contraste:

- El Filósofo dijo que el placer de sacarse el grillete, sólo se siente si se ha padecido el grillete - pensó -. Por lo tanto, para hacer felices a los hombres, es necesario infligirles algún tipo de dolor.

Inmediatamente alquiló un local en la avenida Pueyrredón y comenzó a vender zapatos. Permitía que hombres, mujeres y niños eligieran los que fueran de su gusto, pero al guardarlos en la caja, los cambiaba por un par idéntico, sólo que dos o tres números más chicos. Así, en poco tiempo, los transeúntes juntaron sus cejas y caminaron, sufrientes y sincronizados por el barrio de Once, Eleuterio disfrutaba de este coro de quejidos y lamentaciones, pensando el gesto de satisfacción que esbozarían los hombres de andar tortuoso, cuando llegaran a sus hogares y pudieran deshacerse del flagelo de su calzado nuevo.

Así como la afrenta de los zapatos, llevó a cabo otro tipo de deslealtades y traiciones: con el secreto propósito de resaltar las virtudes de la comida casera, vendió comidas sumamente picantes o desabridas; para fomentar el placer de llegar a destino, prefabricó congestionamientos contratando a cientos de automovilistas de marcha lenta y despreocupada o, de noche, cambió de lugar las paradas de colectivos para imponer así el castigo de la espera vana; para destacar el placer de la comunicación, adulteró teléfonos públicos para que no realizaran llamadas ni devolvieran las monedas.

Estos actos revolucionarios fueron descubiertos. Los vecinos de Once sospecharon que estos accidentes repetidos no eran producto de la casualidad. Siguiendo pistas y rumores, lograron dar con el autor y organizaron un repudio estruendoso en las puertas de la zapatería de la avenida Pueyrredón. Eleuterio pudo escapar de milagro de la masa iracunda y se vio obligado a mudarse de barrio.

Ni el oficio de benefactor anónimo ni el de saboteador público lograron transformarlo en un héroe. Sus proezas no adornan los libros de historia, sino las páginas de la crónica policial. Eleuterio se pasea ahora por las calles del barrio de Caballito, que le abrió sus indiferentes puertas sin hacer demasiadas preguntas. Lo peor del caso es que muy remotamente Eleuterio Mentasti sospecha por qué su voluntad clamaba por heroísmo. Quizás necesitaba la aprobación de la gente, que le resultó no sólo esquiva sino contraria. O quizás necesitaba impresionar a Romina Tasara, mujer vedada por los códigos de la amistad y de la caza de renacuajos.

viernes, 2 de enero de 2009

De los blogs

A Roberto Farías le gustaba la palabra berenjena. Sin embargo, no soportaba esta verdura aunque estuviera escondida en pan rallado, disimulada en medio de una milanesa. Por el contrario, odiaba la palabra blogger. No obstante, se convirtió en uno la misma tarde en que decidió volcar sus módicas aspiraciones literarias en Internet.

Estaba convencido de que toda empresa terrestre o celeste destinada a la trascendencia debía contar con un antagonista:

- Desde que Adán se sintió interesado por el negocio de la fruta, ya había una serpiente enroscándose entre sus palabras para incitarlo a la desobediencia - comentaba en mesas de café.

Roberto Farías creía entender el movimiento cósmico y ser lo suficientemente astuto como para no oponerse a él. Por eso, antes de decidir el nombre de su blog, ya sabía que Casimiro Rosende sería su enemigo acérrimo, nacido de su propia imaginación con el único fin de refutar torpemente cada una de sus ideas.

Por estas cuestiones de la psicología o de la metafísica, Roberto tuvo un comentarista antes de hacer el primer comentario y sonrió, pensando que en rigor el tiempo era una ilusión y que visto desde la eternidad, un reloj no era más que el producto aberrante de este gigantesco manicomio en que vivimos, donde los internos están dispuestos a contabilizar la vida con fines comercial.

También creía ser buen observador de la realidad. En su primer artículo criticó duramente a una secta a la que denominó los preventores. He aquí algunos pasajes de su prosa:

[...] Los preventores son un grupo de individuos que promueve catástrofes en su afán de evitarlas. [...] Se trata de personas que recomiendan no tener miedo a los perros, ya que los simpáticos canes tienen la capacidad olfativa de advertirlo, pero lo confunden (porque no son tan vivos; al fin de cuentas, son perros) con la planificación de una emboscada. Estos animales al ver a un tipo temblando, sospechan que se viene un golpe artero y como también suponen, quizás con razón, que no hay mejor defensa que un buen ataque, se lanzan sobre los brazos, piernas o cuellos de sus supuestos agresores, quienes, en rigor, no hicieron más que destilar adrenalina por unos segundos.

¿Pero a quién puede servirle el consejo de desterrar el miedo? El temor no es un acto voluntario. Es una emoción que surge a nuestro pesar. Aunque fuera verdad el cuento de que los perros tienen, además de dentaduras filosas, la inaudita capacidad de advertir el miedo, los preventores cumplirían mejor su misión llamándose a silencio y acallando estos comentarios zoológicos, más propicios para completar las páginas de la revista de la National Geographic que para tranquilizar a un incauto.


Inmediatamente después de publicar estas ideas, Roberto se transformó en Casimiro y con animosidad belicosa ingresó en el blog para refutar estos conceptos. Casimiro tenía dedos filosos. Cuando saltaban sobre el teclado, se volvían sarcásticos e hirientes. En pocas líneas expuso por qué los preventores eran útiles a la sociedad y desestimó las consideraciones de Roberto. He aquí algunos pasajes de su refutación:

[...]Todo conocimiento se alcanza por medio de la imitación. El estudiante de medicina no opera a un tipo el primer día de clases. Hace simulacros, ensaya y después de muchos años, bisturí en mano, salva una vida o ejerce la corrección de una cirugía estética. El cobarde puede aprender la valentía sometiéndose a actos de arrojo. Si vence el miedo una y otra vez, conseguirá convertirlo en un rival débil .[...]

Usted mismo, mi querido Roberto, si continúa escribiendo esta clase de comentarios torpes, es probable que se termine convirtiendo en un perfecto idiota.

La idea de Roberto pareció dar resultado. Atraídos por la violencia de los comentarios, los lectores y acotadores no tardaron en aparecer. Lo curioso del asunto, es que la beligerancia de Casimiro ganó más adeptos que la pacífica escritura del único y verdadero autor. La gente apoyó las refutaciones con fervor, defendió los conceptos del agresor y agregó nuevos argumentos, cuando no insultos, destinados a Roberto, quien se sonrió ante este hecho inesperado y decidió torcer la balanza a su favor.

Los artículos posteriores intentaron ser más elocuentes y los comentarios de Casimiro empezaron a mostrar falacias evidentes, constantes absurdos y afirmaciones discriminatorias e intolerantes. Roberto intentaba convertir a Casimiro en un ser despreciable, pero había algo en su escritura que resultaba convincente y los lectores siguieron apoyando sus conceptos y disimulando cada una de las atrocidades vertidas.

La popularidad de Casimiro se magnificaba día a día. Sus seguidores comenzaron a recomendarle que escribiera un blog propio al que visitarían con frecuencia. Roberto, entonces, tomó una medida drástica. Dejó de personificar a Casimiro y, de esa forma, lo amordazó. Sin alma, el personaje no era más que una marioneta echada en un armario viejo. Inmediatamente después, de este secuestro, escribió un artículo sin refutaciones de terceros ni de primeros. Al cabo de pocos días, los comentaristas dejaron leer su desconfianza. No le prestaron atención al artículo y empezaron a elaborar consideraciones acerca de la suerte de Casimiro, que había desaparecido de un día para el otro, sin dejar rastros. ¿Le habrá pasado algo? ¿Alguien sabe algo de él? La ausencia de Casimiro lo hacía aún más renombrado. Todos estaban preocupados e intentaban adivinar el paradero de ese desconocido tan familiar. Estas fueron las especulaciones que pudieron leerse.

- Para mí que lo están baneando - explicó uno.

- ¿Qué es banear? - preguntó otro, no tan al tanto de los neologismos cibernéticos.

- Es prohibirle hacer comentarios - agregó el primero - mediante un recurso de computadoras. Roberto no pudo soportar la polémica y en lugar de tener una actitud democrática, decidió librarse de su oponente.

- No, yo no lo baneé. Casimiro puede escribir cuando quiera - agregó Roberto, aunque sabía que se trataba de una verdad a medias. - Si no lo hace, es por su propia voluntad.

- ¡Mentira! - le respondieron -. Si no, Casimiro seguiría apareciendo. No podés soportar que sea más inteligente que vos y decidiste eliminarlo.

- Nada puede crear algo mayor a sí mismo. El producto no puede ser más grande que se hacedor, por definición - replicó Roberto, para dar por terminada la discusión.

- ¡No es imposible! ¡Dios ha muerto y los autores también! Firmado: Casimiro.

Grande fue la sorpresa de todos al volver a ver al comentarista, pero ninguna fue tan grande como la de Roberto. Él no había escrito esas palabras, que fueron las últimas de oponente.

Roberto siguió publicando artículos, pero los comentarios, siempre relativos a su rival, se fueron haciendo cada vez más escasos, hasta extinguirse definitivamente. Cada tanto Roberto visita su propio blog, con la esperanza de encontrar alguna respuesta de su contrincante, pero esta le resulta esquiva. Le tiende trampas a Casimiro, le escribe artículos tendenciosos, para obligarlo a oponerse. Ataca la fibra más sensible de su ser, lo desafía para que abandone su silencio, pero es inútil.