lunes, 25 de agosto de 2008

Mi vecino

En el primer piso de mi edificio hay un hombre que lleva a cuestas más de ocho pesadas décadas de vida. Supongo que es por eso que se le encorva la espalda y la cabeza se le asoma por la mitad del pecho. Vive en el departamento 5, con una alfombra gigante y tres perros pequineses con nombre de personas: Cristian, Toby y Pablo. Lo sé porque todas las mañanas sale a su patio y les grita a los tres animales para que se decidan a entrar e intenta convencerlos diciéndoles que la cama ya está lista:

- Cristian - y alarga las vocales, porque su lengua vieja se resiste a la celeridad o tal vez intenta detener el tiempo con ese ardid -, Pablo, Toby. ¡Porten bien! -. No sé por qué no agrega el pronombre al final, por qué no dice 'pórtense' como diríamos todos.

Los perros obedecen con relativa rapidez, pero yo me quedo pensando en el pronombre faltante y en la agramaticalidad de su orden y en cómo hacen caso los animales a pesar del error y sólo después de muchos esfuerzos consigo conciliar el sueño.

Entre las muchas decisiones que debe tomar una persona, está la de optar entre una alfombra y un animal, ya que juntarlos en un departamento trae consecuencias nefastas. Cuando los vecinos pasamos por el primer piso, apuramos nuestros pasos por la escalera (no tenemos ascensor) porque un olor nauseabundo se apodera de nosotros. Intenté distintos métodos para evitarlo. Contener la respiración es difícil, principalmente cuando se sube, porque los pulmones, urgidos de aire, obligan a uno a dar una bocanada en medio de la carrera por alejarse.

Alguien podrá pensar que estoy exagerando, que el aroma no puede traspasar paredes y ventanas. Pero cuando la temperatura supera los 25 grados, mi vecino abre las puertas de su departamento, como forma de suplir la inversión de un aire acondicionado. Y nosotros terminamos refugiados en nuestros hogares, tapando toda hendidura, resignados.

Pero esta no es la mayor inconveniencia. Nuestro carácter se transforma y la amabilidad nos abandona. Realmente me resulta difícil mantenerle la puerta abierta, cuando se acerca con su pesado bastón, y sonreír un buenos días y celebrarle su nueva distracción: ser el presidente del Consejo de Administración y permitirle al administrador injustificados aumentos de expensas cada dos meses.

Cuando uno nace tiene infinitas posibilidades. Potencialmente uno puede ser desde colectivero a astronauta. Pero la maduración nos lleva a tomar decisiones y toda decisión implica una renuncia. Estamos condenados a vivir una vida cuando aspiramos a vivirlas todas. Por eso toda elección es complicada. Cuando decido estudiar abogacía, renuncio a mi vocación de actor o viceversa. Si decido hablar con Malena, dejo de hacerlo con Patricia. Cada vela que se añade a la torta es una puerta que se cierra.

A los ochenta años el futuro no nos depara gran cosa y el presente nos permite solamente elegir la raza de los perros que nos harán compañía.

Lo peor de mi vecino es que sé que cuando se acumulen la cantidad suficiente de renuncias, cuando sea prisionero de mi pasado, yo también abriré mis puertas si tengo calor y no me importará el odio del resto del edificio, que se molestará cuando me postule como presidente del Consejo. Sé que el pobre viejo es un espejo que se anticipa y odio reconocerme en él.

Si sólo podemos elegir cuando somos jóvenes, entonces es prudente que vaya viendo ofertas de alfombras.

martes, 19 de agosto de 2008

No lo vuelvo a hacer

Creo que me arrepiento de muchas cosas que hice en mi vida (y de otras tantas que no hice), pero si me preguntan cuál me gustaría eliminar de mi pasado, es un hecho que ocurrió cuando tenía unos cinco años. Estaba parodiando a Titanes en el Ring en la cama de mis padres. Mi rival era un payaso de juguete, al que lanzaba de un lado a otro de la cama, infligiéndole toda clase de castigos físicos: que patada voladora, que doble nelson, que cortito. Pero, en medio de esa verdadera paliza, había algo que me molestaba sobremanera: su pasividad. Evidentemente yo quería ganar mi contienda, pero la facilidad con que obtenía la victoria, me resultaba exasperante y cuanto más golpeaba al payaso, más lo odiaba por no resistirse. Alguien podrá objetar que el muñeco no era culpable de no defenderse, pero mi civilidad no estaba tan desarrollada como ahora y si confiaba ciegamente en reyes que me dejaban regalos debajo de mis zapatos una vez por año, a cambio de un vaso de agua y algo de pasto, ¿por qué pensaría que era absurdo que mi pelea tuviera una dificultad real?

Mi tía abuela, improvisado Willam Boo, entró en el cuarto de mis padres y me preguntó si quería ir a la plaza. Acepté. Dejé que me llevara y, a su vez, yo llevé a mi contrincante de la mano, arrastrando su cuerpo por el piso. Todavía conservaba todo el rencor que había acumulado durante la pelea y mi odio me pedía la compensación de una venganza. Cruzamos la avenida Libertador, mal, a la carrerita, apurándonos para evitar los autos que se acercaban a nosotros. Los vi raspando la calle con sus afiladas ruedas y en ese momento supe lo que debía hacer. Le solté la mano al payaso para que un taxi le pasara por encima. Juré que había sido un accidente y mi tía, algo preocupada, fue en rescate del juguete cuando las luces del semáforo se lo permitieron. Yo me quedé en la vereda, disfrutando de mi triunfo, con la certeza de que aquel payaso jamás se atrevería a afrentarme con su pasividad en pleno rostro.

Cuando mi tía lo trajo en brazos y vi sus tripas de algodón escapando de su barriga, atravesando su traje de colores destruido, sentí una tristeza inmensa, descubrí que yo podía ser un monstruo.

- No sirve más – dijo mi tía y lo dejó caer en un tacho de basura, mientras yo lo despedía con dos gruesos lagrimones.

Tengan cuidado conmigo, porque, como ven, soy un tipo de pocos escrúpulos, capaz de cometer un payasicidio y seguir creciendo.

viernes, 15 de agosto de 2008

Preguntar o no preguntar, esa es la pregunta

La Facultad de Filosofía puede ser un lugar bastante cruel, en donde el error o incluso la duda son condenados con dureza.

En los primeros cursos, multitudinarios (después hay un proceso de decantación y de separación, según la especialidad), existe una extraña costumbre entre los alumnos. El profesor o la profesora dan su clase, hablando en voz alta. De pronto, un chico de 19 años levanta su mano. El docente interrumpe su discurso, señala con su dedo índice y pregunta:

- ¿Sí?
- Heidegger, en su libro Ser y tiempo, dice que... - y empieza una larga descripción, bastante inentendible y remata con una interrogación aún más extraña.

Los demás estudiantes, pensamos:

- Pucha, yo no leí ese libro. Por otro lado, ¿quién es Hiedegger? Espero que nadie me pregunte nada de él.

Entonces, ponemos caras serias y asentimos, como diciendo 'el chico tiene razón', disimulando que el inesperado discurso tiene la misma significación para nosotros que un chiste contado por un chino en estado de ebriedad.

Con los años, con el tiempo, descubrimos que el estudiante que hizo esa pregunta sólo había leído un resumen de Heidegger y que repetía el mismo comentario en cada una de las clases a las que asistía, porque de hecho, su pregunta no era una pregunta. Era simplemente una proclama para que los demás supiéramos que el conocía un libro que realmente no conocía.

Pero más adelante, la tendencia cambiaba. Cuando uno ya no es un principiante, tiene miedo de reconocer que algunas de las cosas dichas en clase no fueron totalmente comprendidas, porque nuestros compañeros exclaman ante una pregunta que ellos consideran injustificada un: 'este no sabe nada'. Entonces, un se ve ante la disyuntiva de mantenerse en una ignorancia anónima o reconocer sus limitaciones y ampararse en los conocimientos del profesor.

Cierta tarde me encontraba en medio de un aula repleta. La materia era Filosofía Medieval. Nos hablaban de los razonamientos de algunos filósofos que mezclaban su lógica y su fe o, mejor, forzaban la lógica para que justificara su fe. En medio de esa situación, de hogueras para los herejes y condena social para los ignorantes, una duda apareció en mi cabeza. Y empezó a carcomerme la mente. ¿Levanto la mano? No sé. ¿Debo preguntar? Estuve como 40 minutos evaluando si era mejor ser un burro imperceptible o un estúpido público. Finalmente, mi brazo se extendió. La profesora, a la que admiraba un poco, interrumpió una oración para cederme la palabra:

- ¿Sí? - me dijo y ya todo estaba resuelto. No podía echarme atrás, no podía arrepentirme. Tenía que soltar mi pregunta, sin más remedio ni dilación.

Con voz vacilante, dejé que mi lengua tropezara algunos sustantivos y verbos. La profesora logró reconstruir, con buena voluntad, lo que yo había querido decir y, finalmente, exclamó:

- ¡Muy buena pregunta!

La alegría invadió mi espíritu de tal forma, que jamás logré escuchar su explicación.

martes, 12 de agosto de 2008

Acerca de los hijos ajenos

Hace algunos años vivía en un piso 14. Cuando tomaba el ascensor, me apoyaba contra el espejo y miraba con temor las luces que indicaba en qué piso estaba. Primero me ponía algo nervioso, pero si pasaba por el piso 10 y el ascensor no se detenía, podía respirar aliviado. Eso significaba que no me encontraría con mi vecina. Se trataba de una madre fundamentalista. Una madre fundamentalista es aquella que profesa una devoción absoluta hacia su hijo e intenta difundir la buena nueva de la existencia de ese ser superior a toda la humanidad, con o sin su consentimiento.

Cuando el azar me detenía en el piso 10, debía soportar durante todo el descenso la repetida y prolongada escena:

Vecina:
Decile hola al vecino, decile hola.

Y me ponía al bebé a 5 centímetros de mi cara. El chico, no lo culpo, al verse casi atravesado por mi nariz comenzaba a llorar (yo tenía ganas de hacer lo propio).
Vecina:
Dale, decile hola. ¿Sabés que se llama Martín, como vos?

En medio de esa situación, no podía decirle que me sacara esa cosa de mi rostro. Sonreía y asentía ante cada comentario de la mujer, aunque creía que la mayoría de ellos eran inexactos.

Mirá qué inteligente que es. Mirá qué bien que habla. Decile hola (pero el chico no hablaba, podría ser un loro en su casa, pero en el ascensor, ni una palabra).
Pero es re despierto, mirá, saludalo con la mano (y el chico la terminaba moviendo después de una gran insistencia, quizás porque es más fácil moverla que dejarla absolutamente quieta, pero yo pensaba que un mono amaestrado era capaz de hacer eso y mucho más a cambio de una banana).

Cuando llegaba a planta baja, abría la puerta lo más rápido posible y me escapaba por el pasillo en una carrera disimulada, pero veloz, considerando seriamente en renunciar al ascensor y empezar a usar la escalera, para evitar el fastidio de una nueva conversación trunca con mi tocayo.

Pero no solo los padres pueden incomodarnos en los ascensores, también pueden hacerlo en reuniones sociales, por teléfono, en colectivos y en una cantidad interminable de lugares y ocasiones. Odio ir de visita a la casa de un amigo y tener que contar relatos cortos (es fácil notar que el poder de síntesis no es una de mis virtudes) porque si me extiendo más de dos minutos, mi narrativa se ve interrumpida por un "¡Tomasito!" porque el dichoso Tomasito ha tenido la brillante idea de jugar con una lámpara, que va a terminar destruida en breve.

Por otro lado, es probable que los hijos sean lo más importante para sus padres, pero para el resto del mundo no lo son. Hablar durante tres horas de la mala palabra que gritó en el medio de una iglesia no me parece demasiado divertido.

Además, los padres adquieren un nuevo latiguillo para cerrar cualquier discusión que pueda generarse: "Yo antes pensaba lo mismo, pero cuando seas padre, lo vas a entender". ¿Por qué? ¿Ser padre te transforma el cerebro y te permite captar intelectivamente lo que el resto del mundo no puede ni remotamente imaginar? La verdad es que yo he visto a algunas personas completamente estúpidas, pero con familia numerosa.

Los perros pueden ser babosos, oler mal, pueden morderte, pueden ladrarte. Pero, por lo menos, si les tirás un palito te lo traen.

lunes, 11 de agosto de 2008

No importa lo que digas, sino quién seas

Alguna vez escuché a una amiga despotricar por el crimen terrible de un tipo que no había hecho más que acompañarla hasta la casa. "¡Qué pesado! Después de la fiesta me llevó en su auto. Yo le dije que no era necesario, pero no me lo podía sacar de encima". Meses después, para sorpresa mía, escuché a la misma chica hablando de lo cortés que era otro, con el que había salido, porque había tenido la delicadeza de ofrecerle su compañía hasta su departamento, a pesar de la lluvia. Por lo visto, me dije, a las mujeres no les importa qué es lo que hacemos, sino quién lo hace. Con el tiempo, comprobé que esta cuestión no se acota al mundo femenino.

Hace algunos años, unos cuanto ya, asistía a terapia en mi obra social. Todos los miércoles al mediodía, me sentaba en una sala de espera compartida de muchos profesionales de la salud y esperaba a que mi psicóloga asomara su cabeza desde el consultorio 6 y me indicara que pasara. En el 7, había un psiquiatra; en el 8, un oculista; etc. Así, los locos, los miopes, los cariados, los cardíacos y las embarazadas, compartíamos sillones sin otra diversión que la de mirarnos las caras los unos a los otros, porque no había ni siquiera una revista para hojear y matar el tiempo.

Un día llegué y una anciana comenzó una conversación:

Anciana:
¿Hay mucho lío afuera?

Yo:
No tanto. La 9 de Julio está cortada, por la manifestación,
pero se puede caminar entre ellos o a través
de ellos.

Los viejos sienten que tienen derecho a entablar diálogos, aunque generalmente monólogos, con cualquier persona. Esta vez no fue la excepción:

Anciana:
¿Vos venís a atenderte con el psiquiatra del 7?

Yo:
(con algo de fastidio, porque sabía que me
esperaba una charla tediosa y estaba algo cansado,
después de una larga mañana de trabajo)
No, con la psicóloga del 6.

Anciana:
Ah, yo no necesito de un psicólogo
y eso que pasaron cosas graves en
mi vida. Yo vengo a acompañar a un hombre.
Es ciego él. Ahora está con el psiquiatra.
Pero yo no. Yo siempre superé los problemas sola.
Y eso que tuve muchos en mi vida.
(Hizo una pausa, que fue más bien una tregua para
recomenzar con más entusiasmo)
Él se quiere casar conmigo. Pero yo no.

Yo:
(asentía solamente, ¿qué otra cosa podía hacer?)

Anciana:
No me quiero casar con él, porque en realidad
no estoy divorciada. Estoy separada solamente.
Ya tuve dos casamientos. Estoy separada
del segundo. Y la verdad, no quiero ni verlo.
No tengo ganas de ir a pedirle el divorcio.
Además, él, el ciego, es un hombre grande ya.
Imaginate si le pasa algo. La familia
puede pensar que yo lo liquidé.

Yo:
(sin decir nada, en mi pensamiento solamente)
¿Pero quién va a pensar que esta viejita
puede matar a alguien? Si el tipo se muere,
se muere. Estas cavilaciones son propias
de gente con demasiado
tiempo libre. Se vuelven paranoicos.
Creen que todos los quieren
atacar o que los van a acusar de un ataque.
¡Ay, ay! ¡Los viejos!

Anciana:
¿Vos cómo te llamás?

Yo:
(por fin una palabra)
Martín.

Anciana:
Ah, Martín. Como mi hijo.
Él está peleado ahora conmigo.
No me habla. Vive en EEUU.

En un momento dado, la charla se vio cortada por la irrupción de mi psicóloga. Despedí a la anciana.

Anciana:
Adiós, Martincito.

Me senté en mi silla de siempre y mi terapeuta se puso del otro lado del escritorio. No había divanes ni nada de este tipo en este consultorio. Sí una balanza a mis espaldas. Supongo que en otros horarios esa sala era ocupada por algún médico.

Psióloga:
(agachando su cabeza, hasta ponerla
casi a la altura del escritorio y mirándome
inquisidora)
¿Sabés con quién estabas hablando?

Yo:
No.

Psicóloga:
Con Yiya Murano. ¿Sabés quién es Yiya Murano?

Yo:
(Yiya Murano no había aparecido en
tantos programas de televisión como
en los últimos tiempos)
No.

Psicóloga:
Es la Envenenadora de Monserrat. Hace
como cuarenta años mató a unas amigas
porque les debía dinero. Estuvo como
veinte años en la cárcel.

En ese momento comprendí todo. Por eso la viejita pensaba que la familia podría pensar que ella era una asesina, simplemente porque era una asesina. Y a partir de este dato, la conversación tediosa se había transformado en excitante. ¡Había hablado con una mujer que con absoluta frialdad había puesto veneno en unas masas de unas amigas suyas y les había dicho: "coman, coman"!

Después de esa ocasión, cada vez que ingresaba en la sala de espera, la buscaba con la mirada. Si la encontraba, no era necesario hablarle. Yiya me saludaba y me contaba cosas de su vida.

Es curioso cómo el presente puede transformar el pasado y como una palabra cambia de significado según quién la pronuncie. Seguramente, si estas divagaciones las hubiera escrito otra persona, les parecerían mucho más interesantes. Les pido disculpas por ser quién soy.

domingo, 10 de agosto de 2008

De casamientos

Me declaro un odiador de casamientos, pero mis amigos o familiares fueron casándose y tuve que volver a introducirme en ese traje azul que ya me queda chico desde hace tiempo y atarme la bendita corbata al cuello.

También admito mi parte de culpa: odio bailar. Y sé que voy en contra del mundo, me doy cuenta de que a la gente le encanta moverse cuando hay música, pero yo no le encuentro sentido a esto (y es una lástima, porque todos parecen disfrutarlo). Entonces, me quedo sentado y miro constantemente el reloj, que se estanca y no quiere avanzar, mientras los demás hacen un trencito aturdidos y felices por la melodía carioca. Es en esos momentos cuando aparecen ciertos espíritus intolerantes, que no soportan mi cara de muerto vivo ni mi inacción. Yo los veo venir desde lejos, con sus pasitos de baile repetidos y su sonrisa cómplice. Creen que yo estoy esperando que alguien me invite a moverme, creen que soy tan tímido que no me atrevo a despegarme de la silla, creen que necesito que me salven de mi autismo. Por eso me toman de los brazos y me sacuden, como su fuera un plumero, convencidos de que me están haciendo un favor y que yo voy a estarles eternamente agradecido y no, te lo suplico, no me gusta bailar, pero dale, vení, no, en serio, odio hacerlo, pero no, no me vas a negar una pieza, pero por favor. Después de rechazar el ofrecimiento unas doscientas veces, la persona en cuestión se marcha, segura de que soy un demente (y quizás algo de razón tenga), porque solo a un demente se le ocurre oponer tanta resistencia ante un hecho evidentemente placentero.

Para colmo, no tomo alcohol. Tal vez, si lo hiciera, podría disfrutar de la introspección individual de una profunda borrachera, pero no, Coca Cola o Pepsi (en los casamientos suele estar tan rebajada, que es imposible distinguirlas).

Normalmente, el martirio de la fiesta no termina con la fiesta. Mi novia protesta durante todo el viaje de vuelta. Dice que le hice pasar un momento horrible, que estuve toda la noche callado y sin moverme, que cualquiera de los árboles del jardín se había mostrado más animado que yo. ¡Bien por el árbol!

Cada vez que me envuelve este fastidio, prometo que esa será la última vez que me someta a la sociedad, pero por lo visto, no soy hombre de palabra y la bendita corbata y el traje estrecho cuelgan en mi placard para recordarme cómo uno nunca hace lo que quiere, sino apenas lo que puede.