jueves, 27 de noviembre de 2008

Del alma

Algún libro de mi biblioteca sostiene que el alma de los seres humanos es un carro tirado por dos caballos de cualidades y condiciones no sólo diferentes sino también opuestas. Parece ser que uno está complicado, tratando de conducir a estos animales que no tienen ningún tipo de coordinación. Y así anda el hombre, sin posibilidad de hacer un paseo tranquilo, porque con esta yunta, cualquier viaje es un dolor de cabeza.

No obstante, tengo la teoría de que el alma de cada persona ha de ser distinta. Si no existen dos caras iguales (por lo menos no en Occidente), ¿cómo habrían de aparecer dos espíritus idénticos? Decidido a averiguar si en mi interior había o no un hipódromo, me dediqué a hacer una serie de introspecciones poco exitosa y a consultar a toda clase de eruditos en la materia.

Por correo, esta mañana me llegaron los resultados clínicos. Entre tantos números incomprensibles (sabrán que los estudios de laboratorio incluyen cifras que confunden y preocupan), pude entender la siguiente situación que se debate en mi interior.

Históricamente, mi alma era unipersonal. Había un único individuo alto, de tez blanca y profundamente fanfarrón, confiado en que su destino era la grandeza, que su nacimiento estaba signado por el triunfo y poco dispuesto a mostrar gestos humildes. Si la naturaleza es sabia, la metafísica lo es mucho más. Permitir que espíritus de estas características vivan en sociedades civilizadas es, evidentemente, un error, ya que resultarían insoportables para el resto. Por tal motivo, en cuanto mi persona entró en contacto con otras, mi alma sufrió una transformación inmediata: abandonó la soledad del soberbio para hacerse de un antagonista. De la nada (lo que no es posible en este mundo material), surgió un negrito atlético con shorts de boxeador, que soltaba golpes de puño al aire. Cuando se le acercó, distraído, el fanfarrón, el chiquito le asestó una trompada en pleno rostro y con ella, se desató el duelo pugilístico por el dominio de mi voluntad, que tiene lugar en mi Luna Park interior desde que tengo memoria.

El soberbio que hay en mí, el que cree haber nacido para llevar a cabo toda clase de hazañas, ataca en forma algo torpe, convencido de que la victoria está asegurada e inflado por el clamor de una platea escasa, pero que él considera multitudinaria. Con la guardia baja -no podía ser de otra forma- se acerca al negrito y eleva su puño por encima de su cabeza para dejarlo caer con la mayor violencia posible. El otro boxeador, el atlético, el que se sabe una persona mediocre, el que recuerda que todos vamos a morir y el que reconoce que ser olvidado es un giro inesperado de la fortuna, porque para ello es necesario ser recordado en primera instancia, esquiva el golpe, se recuesta contra las cuerdas del ring e inicia un contraataque feroz, con toda la potencia de la realidad.

El negrito golpea la cabeza, el abdomen, la mandíbula del fanfarrón. Lo hace tambalear una y otra vez, lo deja grogui y con la mirada perdida en las luces cuadradas que se suspenden muy por encima de su cabeza. Pero el soberbio no cae. Sigue ahí, de pie. Cada tanto emboca una trompada que resuena en la cabeza del negrito. Pero éste se enfurece más y lanza todo tipo de golpes con una agilidad asombrosa.

El problema de esta pelea es que cada golpe de los dos rivales me duele a mí. El fanfarrón ataca y salgo al mundo como un león, pero el negrito estampa su puño y me doy cuenta de que mis talentos son escasos. El fanfarrón se defiende y sospecho que el reconocimiento esquivo no es indicador de nada, que las masas aplauden actos aborrecibles y les dan la espalda a seres con méritos infinitos. El negrito se lanza contra su rival y caigo en cuenta de que el reconocimiento es el único parámetro que tenemos en un mundo de subjetividades y de verdades ocultas, o acaso inexistentes.

Esta pelea interna e inacabable condiciona mi historia: lo hizo cuando envié un currículum en busca de mi primer trabajo, pero también cuando me decidí a cortejar a una señorita; se hizo presente cuando me paralicé frente a una vidriera, indeciso ante la disyuntiva de llevar un jean u otro, pero también cuando alguien se me coló en la fila del cine. Se revuelve mi interior en todo momento y yo toco la campana, una y otra vez, con más y más fuerza para mandarlos a descansar a sus banquitos de madera (y descansar un poco yo). Pero los pugilistas, ensordecidos por el fragor de la batalla siguen intercambiando golpes que no cesan.

Me duelen tanto los puñetazos dados como los recibidos y ningún réferi detiene ni castiga las trompadas ilegales, porque los contendientes no han oído de nociones tan abstractas como el fair play.

Guardé los resultados del laboratorio en el mismo sobre del que los había sacado. En medio de esta contienda, en donde no hay ganador ¿no les parece juiciosa la renuncia?

sábado, 15 de noviembre de 2008

Del exilio

Ulises Bartolomé nació en el barrio de la Boca y vivió allí toda su infancia, adolescencia y parte de su juventud. Evidentemente era un ser humano, ya que compartía características con sus congéneres bípedos, pero a diferencia de éstos, había desarrollado raíces que se aferraron a su barrio de tal forma que era difícil pensar en uno sin el otro.

A veces el destino nos impone actos antinaturales. Por sadismo de los dioses o porque así lo requiere la literatura, Ulises se vio envuelto y entremezclado en un corso fatal. El carnaval era para él un tiempo de gozo, en donde el alcohol y el disfraz lo llevaban por calles conocidas, pero siempre renovadas, evitando rociadas de agua con saltos y corridas e imponiendo serpentinas y papel picado en los demás.

Esa noche, estaba vestido como El zorro. Amparado en su sombrero, cubierta su espalda con una sábana negra que había teñido de negro la noche anterior, era arrastrado por la música, las comparsas y el ímpetu de su corazón. En medio de esa alegría, se topó con Natalia Benítez, que esa noche personificaba a una geisha. A los pocos minutos, Ulises le declaraba su amor.

A la mañana siguiente, el sol se deslizó por entre las maderas de la persiana y salpicó la cara de un Zorro maltratado por una noche feliz. En ese momento, la luz lo arrebató del sueño y lo devolvió a la racionalidad. Bajo el influjo de los recuerdos, pero con la rigurosa lucidez de la mañana, Ulises entendió que debía cortar sus raíces y marcharse de la Boca para siempre.

Natalia Benítez era la novia del Rata Muñoz. Y era sabido que el Rata era poco tolerante con afrentas de este tipo e incluso con otras menores, que muchos ni siquiera considerarían afrentas. Guardó algunas prendas en un bolso (entre ellas, el sombrero con la z dibujada con tiza) y dejó que un colectivo lo cruzara al otro lado del Riachuelo.

Ulises hizo pie en el barrio de Ezpeleta y allí empezó su interminable proceso de extrañar. Se paseó por calles planas, sin escaleras, sin subidas ni bajadas, mientras consideraba que en esas llanuras de cemento no se podría templar el espíritu ni aprovechar la geografía para recibir una milimétrica pared en un partido de fútbol. Se adentró en el club y buscó un lugar donde sentarse. Cambió un par de veces de asiento, trasladando de una mesa a la otra la cerveza con maníes que había pedido, pero pronto se resignó. Ninguna silla era la adecuada. Ninguna silla parecía ser la suya.

Con el tiempo, cultivó algunas amistades que él consideraba menores. Los verdaderos amigos sólo son posibles del otro lado del Riachuelo, se decía, mientras jugaba partidos de truco con personas que le sonreían, mientras celebraban una buena mano pegándose el ancho de espadas en la frente.

Desarrolló un oficio, se casó, tuvo hijos con el sentimiento de que esta segunda vida, más allá de la Capital, le pertenecía a otro. Temía que, alguna tarde, el dueño de la historia que él estaba usurpando se hiciera presente y le reclamara la restitución.

Una noche se despertó sobresaltado. Desde la ventana podía ver una luna redonda, similar a la de la noche del último carnaval en la Boca. Había soñado que, transformado en un sapo enorme y verde, intentaba introducir su batracidad verrugosa en diferentes pozos, pero ninguno le resultaba confortable.

Los domingos, sentado en la puerta de su casa con el mate en una mano y la pava en la otra, escuchaba partidos de fútbol por la radio y le explicaba a sus hijos detalles de una Bombonera que ellos jamás habían visto (y probablemente ningún otro hombre) y los míticos goles de los que había sido testigo en ese lugar:

- El canto de la gente es ensordecedor - decía -. Cuando uno asiste a un partido, debe esperar hasta el miércoles para volver distinguir el sonido de un pájaro, porque los oídos se cierran ante semejante clamor. Imagínense, son aproximadamente dos millones de gargantas, entonando una única y resonante palabra.

Sus hijos lo miraban un poco asustados por el relato, con sus ojos redondos de sorpresa.

- Es un barrio completamente diferente.

- ¿Por qué? - le preguntaban.

- Acá hay casas y yo tomo mate en la vereda. Allá tomaba mate en el patio de un conventillo, saludando a mis vecinos y compartiendo mi tiempo con ellos.

- ¿Qué es un conventillo?

- Un conventillo es una edificación comunitaria. Es el lugar en donde vive el trabajador. Las mujeres organizan competencias entre ellas, competencias silenciosas que nadie menciona pero todos conocen. Limpian su porción del patio, sus barandas y escaleras y comparan la pulcritud de la vecina, para ver quién consigue la mayor.

Una mañana, mientras desayunaba, Ulises leía el diario y en la sección de policiales se topó con la noticia de que el Rata Muñoz había sido asesinado en una pelea. Ese infortunio le abría la posibilidad del regreso. Sin decir una palabra, se llevó un bizcocho de grasa a la boca y cerró tras de sí la puerta de su casa. Se subió a un colectivo y cruzó el puente del Riachuelo en sentido contrario, después de veinte años de espera.

El barrio estaba cambiado. El bar de la esquina lo habían transformado en un autoservicio. Cuando Ulises asomó su cabeza, sorprendido de no ver la mesa de metegol en el lugar habitual, la cajera lo miró con sus ojos estirados, desconfiando de lo que el individuo aquel quería hacer paseando su gesto incrédulo por cada una de las góndolas.

Los conventillos no mostraban esa pulcritud rememorada. Las personas en las calles eran extrañas, excepto Don Javier, que caminaba encorvado por la calle:

- ¡Don Javier! - le gritó Ulises y a Don Javier le costó mucho reconocerlo o quizás nunca lo reconoció y fingió hacerlo para que Ulises lo dejara tranquilo. Le preguntó por sus amigos de toda la vida y casi ninguno continuaba viviendo en el barrio. Se saludaron y cada uno siguió su rumbo.

Ulises llegó a la Bombonera. Casualmente ese domingo había partido. Entró, se ubicó en la tribuna y vio un encuentro mediocre que terminó 1 a 1 porque a Boca le cobraron un penal inexistente, tres minutos antes del pitazo final.

Ulises abandonó la tribuna arrastrando los pies. Tomó un colectivo y volvió a Ezpeleta a seguir extrañando la Boca, entre los desconocidos de siempre.

viernes, 7 de noviembre de 2008

10 de noviembre

Día de la tradición
es hoy pues nació José
Hernández, por lo que sé,
fue de Martín Fierro autor.
Pero otro Martín peor
nació en el setenta y tres.

El mesmo que acá les canta
y juega a ser escritor
irrumpe en su monitor
cuando así usted lo requiere,
y actualmente le sugiere:
compre ropa Christian Dior.

Disculpe, incluí un sponsor
en el medio de mi canto.
El capitalismo tanto
se extendió. Cosa sabida,
para ganarse la vida
vende su aureola hasta el santo.

Si no puede agasajarme
con lujo en mi aniversario,
pues modesto es su salario,
no se enoje ni se queje.
Sólo quiero que me deje
en el blog un comentario.