lunes, 15 de diciembre de 2008

De la verdad y la ficción

Fernando Ramírez cree ser descendiente de españoles. Persigue su apellido a través de las ramas de frondosos árboles genealógicos y busca tocayos en guías telefónicas. La preocupación por su origen no es una casualidad, sino que es algo impuesto por mi imaginación.

Fernando Ramírez no sabe que en su abdomen no hay un ombligo, porque su gestación no tuvo lugar en el vientre de su madre. Fernando Ramírez no es una persona de carne y hueso. Es apenas un personaje, desconocedor de su pasado y de su futuro, simplemente porque yo, su autor, me niego a que lo sepa.

Se despierta cuando suena su despertador, se cepilla los dientes con cuidado, viaja en un subte repleto y ocupa su lugar en la caja del Banco de Valores en el barrio de San Romualdo. Ni el banco ni el barrio existen realmente, pero como Fernando Ramírez no lo sabe, cumple religiosamente su horario de trabajo y regresa caminando hasta su casa, con el efímero sentimiento del deber cumplido.

Si supiera que su vida es ficcional, probablemente ensayaría actos heroicos, dramáticos, cómicos o extraordinarios. Asesinaría a una vieja; esperaría por el amor de una mujer hasta que ella le correspondiera; tardaría veinte años en volver de Troya para recuperar su destino al lado de una pasa de uva que teje y desteje; sufriría el tormento de la habitación 101; descendería al infierno para ver cómo se ajusticia a los pecadores y encerraría a su hijo en una torre, por temor de que éste lo liquidara, según el dictamen de las posiciones caprichosas de los astros.

Pero no, Fernando Ramírez no se sabe hijo de la pluma y se preocupa por tener una buena obra social, por pagar su jubilación y por mantenerse alejado del dolor.

Fernando Ramírez siempre quiso dedicarse al arte y no encerrar sus días detrás del vidrio de la pecera en la que trabaja contando dinero. Pero su educación y su concepto del mundo lo convirtieron en un ciudadano útil a la sociedad. No obstante, cada tanto se permite alguna licencia poética. Hace unas semanas, escribió en un cuaderno de notas el siguiente texto, mientras viajaba en subte, después de sentirse culpable por haberle ganado, en buena ley, el asiento a una anciana:

Evidentemente la literatura ha arruinado nuestras vidas. Si pensamos cuál es el paradigma de una historia de amor, inmediatamente pensamos en Romeo y Julieta. ¡Una historia en donde dos personas terminan muertas! ¿Es eso lo que realmente queremos para nosotros?

Se baja el telón y aplaudimos como desaforados, hasta que nos arden las manos, de pie, ¡bravo, bravo! Pero Julieta se levanta y Romeo hace lo propio para recibir el clamor del público.

Debemos distinguir la realidad de la ficción, para que nuestras existencias no se vean cercadas por la angustia. Aprendamos de Madame Bovary y de Don Quijote.


Ramiro Fernández, en cambio, es una persona de carne y hueso, pero evidentemente no lo sabe. Por algún extraño motivo busca el amor sólo donde no podrá encontrarlo. Y espera y sufre. Supone que la situación tiene que torcerse, que la paciencia lo convierte en mejor persona, que el dolor es un condimento de la felicidad futura, que si el cosmos le arrebata su recompensa, entonces le deberá una y, tarde o temprano, tendrá que llegar el día de pago. Piensa que detrás de todo acto debe esconderse una inteligencia. El concepto de azar es una aberración propia de espíritus débiles, incapaces del desciframiento, asegura mientras golpea la mesa con el puño.

Ramiro Fernández expresa lo que siente y remata con un "con la verdad no ofendo ni temo" y así provoca la furia, el desprecio y, de vez en cuando, la admiración del mundo que lo rodea.

Una vez vio cómo se le escapaba el tren en la estación José C. Paz. Sabía que si los vagones lo dejaban en el andén, debería perder cuarenta minutos de su historia, hasta que llegara el tren siguiente. Corrió con todas sus fuerzas, se tomó de la manija de metal, trastabilló y de milagro pudo arrodillarse en uno de los escalones. Así pudo llegar a tiempo a su cita y salvar su vida de milagro.

Después de la proeza del salto y de la captura del transporte, ocupó un asiento y escribió un pequeño texto, con la esperanza de la trascendencia:

Debemos intentar la hazaña. Nuestras vidas son un paréntesis en medio de la nada. La nada nos acecha al principio y al final, sólo si somos hombres extraordinarios, si nos instalamos en el recuerdo de los demás, si somos merecedores de eludir nuestra propia muerte, podremos ganar esa batalla. Lo curioso es que, muchas veces, la victoria se obtiene a través de una derrota estrepitosa.

Después de poner el punto final a sus pensamientos, miró por la ventana, muy atrás, allá a lo lejos, el andén que había abandonado con tanto peligro.

Desconocedores de nuestra condición, tanteando el concepto de persona y el de personaje, nos vemos obligados a tomar decisiones. Deberían aclararnos qué somos, para saber a qué atenernos. Por lo pronto, acá me ven, actuando como persona y viviendo como personaje.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Del alma

Algún libro de mi biblioteca sostiene que el alma de los seres humanos es un carro tirado por dos caballos de cualidades y condiciones no sólo diferentes sino también opuestas. Parece ser que uno está complicado, tratando de conducir a estos animales que no tienen ningún tipo de coordinación. Y así anda el hombre, sin posibilidad de hacer un paseo tranquilo, porque con esta yunta, cualquier viaje es un dolor de cabeza.

No obstante, tengo la teoría de que el alma de cada persona ha de ser distinta. Si no existen dos caras iguales (por lo menos no en Occidente), ¿cómo habrían de aparecer dos espíritus idénticos? Decidido a averiguar si en mi interior había o no un hipódromo, me dediqué a hacer una serie de introspecciones poco exitosa y a consultar a toda clase de eruditos en la materia.

Por correo, esta mañana me llegaron los resultados clínicos. Entre tantos números incomprensibles (sabrán que los estudios de laboratorio incluyen cifras que confunden y preocupan), pude entender la siguiente situación que se debate en mi interior.

Históricamente, mi alma era unipersonal. Había un único individuo alto, de tez blanca y profundamente fanfarrón, confiado en que su destino era la grandeza, que su nacimiento estaba signado por el triunfo y poco dispuesto a mostrar gestos humildes. Si la naturaleza es sabia, la metafísica lo es mucho más. Permitir que espíritus de estas características vivan en sociedades civilizadas es, evidentemente, un error, ya que resultarían insoportables para el resto. Por tal motivo, en cuanto mi persona entró en contacto con otras, mi alma sufrió una transformación inmediata: abandonó la soledad del soberbio para hacerse de un antagonista. De la nada (lo que no es posible en este mundo material), surgió un negrito atlético con shorts de boxeador, que soltaba golpes de puño al aire. Cuando se le acercó, distraído, el fanfarrón, el chiquito le asestó una trompada en pleno rostro y con ella, se desató el duelo pugilístico por el dominio de mi voluntad, que tiene lugar en mi Luna Park interior desde que tengo memoria.

El soberbio que hay en mí, el que cree haber nacido para llevar a cabo toda clase de hazañas, ataca en forma algo torpe, convencido de que la victoria está asegurada e inflado por el clamor de una platea escasa, pero que él considera multitudinaria. Con la guardia baja -no podía ser de otra forma- se acerca al negrito y eleva su puño por encima de su cabeza para dejarlo caer con la mayor violencia posible. El otro boxeador, el atlético, el que se sabe una persona mediocre, el que recuerda que todos vamos a morir y el que reconoce que ser olvidado es un giro inesperado de la fortuna, porque para ello es necesario ser recordado en primera instancia, esquiva el golpe, se recuesta contra las cuerdas del ring e inicia un contraataque feroz, con toda la potencia de la realidad.

El negrito golpea la cabeza, el abdomen, la mandíbula del fanfarrón. Lo hace tambalear una y otra vez, lo deja grogui y con la mirada perdida en las luces cuadradas que se suspenden muy por encima de su cabeza. Pero el soberbio no cae. Sigue ahí, de pie. Cada tanto emboca una trompada que resuena en la cabeza del negrito. Pero éste se enfurece más y lanza todo tipo de golpes con una agilidad asombrosa.

El problema de esta pelea es que cada golpe de los dos rivales me duele a mí. El fanfarrón ataca y salgo al mundo como un león, pero el negrito estampa su puño y me doy cuenta de que mis talentos son escasos. El fanfarrón se defiende y sospecho que el reconocimiento esquivo no es indicador de nada, que las masas aplauden actos aborrecibles y les dan la espalda a seres con méritos infinitos. El negrito se lanza contra su rival y caigo en cuenta de que el reconocimiento es el único parámetro que tenemos en un mundo de subjetividades y de verdades ocultas, o acaso inexistentes.

Esta pelea interna e inacabable condiciona mi historia: lo hizo cuando envié un currículum en busca de mi primer trabajo, pero también cuando me decidí a cortejar a una señorita; se hizo presente cuando me paralicé frente a una vidriera, indeciso ante la disyuntiva de llevar un jean u otro, pero también cuando alguien se me coló en la fila del cine. Se revuelve mi interior en todo momento y yo toco la campana, una y otra vez, con más y más fuerza para mandarlos a descansar a sus banquitos de madera (y descansar un poco yo). Pero los pugilistas, ensordecidos por el fragor de la batalla siguen intercambiando golpes que no cesan.

Me duelen tanto los puñetazos dados como los recibidos y ningún réferi detiene ni castiga las trompadas ilegales, porque los contendientes no han oído de nociones tan abstractas como el fair play.

Guardé los resultados del laboratorio en el mismo sobre del que los había sacado. En medio de esta contienda, en donde no hay ganador ¿no les parece juiciosa la renuncia?

sábado, 15 de noviembre de 2008

Del exilio

Ulises Bartolomé nació en el barrio de la Boca y vivió allí toda su infancia, adolescencia y parte de su juventud. Evidentemente era un ser humano, ya que compartía características con sus congéneres bípedos, pero a diferencia de éstos, había desarrollado raíces que se aferraron a su barrio de tal forma que era difícil pensar en uno sin el otro.

A veces el destino nos impone actos antinaturales. Por sadismo de los dioses o porque así lo requiere la literatura, Ulises se vio envuelto y entremezclado en un corso fatal. El carnaval era para él un tiempo de gozo, en donde el alcohol y el disfraz lo llevaban por calles conocidas, pero siempre renovadas, evitando rociadas de agua con saltos y corridas e imponiendo serpentinas y papel picado en los demás.

Esa noche, estaba vestido como El zorro. Amparado en su sombrero, cubierta su espalda con una sábana negra que había teñido de negro la noche anterior, era arrastrado por la música, las comparsas y el ímpetu de su corazón. En medio de esa alegría, se topó con Natalia Benítez, que esa noche personificaba a una geisha. A los pocos minutos, Ulises le declaraba su amor.

A la mañana siguiente, el sol se deslizó por entre las maderas de la persiana y salpicó la cara de un Zorro maltratado por una noche feliz. En ese momento, la luz lo arrebató del sueño y lo devolvió a la racionalidad. Bajo el influjo de los recuerdos, pero con la rigurosa lucidez de la mañana, Ulises entendió que debía cortar sus raíces y marcharse de la Boca para siempre.

Natalia Benítez era la novia del Rata Muñoz. Y era sabido que el Rata era poco tolerante con afrentas de este tipo e incluso con otras menores, que muchos ni siquiera considerarían afrentas. Guardó algunas prendas en un bolso (entre ellas, el sombrero con la z dibujada con tiza) y dejó que un colectivo lo cruzara al otro lado del Riachuelo.

Ulises hizo pie en el barrio de Ezpeleta y allí empezó su interminable proceso de extrañar. Se paseó por calles planas, sin escaleras, sin subidas ni bajadas, mientras consideraba que en esas llanuras de cemento no se podría templar el espíritu ni aprovechar la geografía para recibir una milimétrica pared en un partido de fútbol. Se adentró en el club y buscó un lugar donde sentarse. Cambió un par de veces de asiento, trasladando de una mesa a la otra la cerveza con maníes que había pedido, pero pronto se resignó. Ninguna silla era la adecuada. Ninguna silla parecía ser la suya.

Con el tiempo, cultivó algunas amistades que él consideraba menores. Los verdaderos amigos sólo son posibles del otro lado del Riachuelo, se decía, mientras jugaba partidos de truco con personas que le sonreían, mientras celebraban una buena mano pegándose el ancho de espadas en la frente.

Desarrolló un oficio, se casó, tuvo hijos con el sentimiento de que esta segunda vida, más allá de la Capital, le pertenecía a otro. Temía que, alguna tarde, el dueño de la historia que él estaba usurpando se hiciera presente y le reclamara la restitución.

Una noche se despertó sobresaltado. Desde la ventana podía ver una luna redonda, similar a la de la noche del último carnaval en la Boca. Había soñado que, transformado en un sapo enorme y verde, intentaba introducir su batracidad verrugosa en diferentes pozos, pero ninguno le resultaba confortable.

Los domingos, sentado en la puerta de su casa con el mate en una mano y la pava en la otra, escuchaba partidos de fútbol por la radio y le explicaba a sus hijos detalles de una Bombonera que ellos jamás habían visto (y probablemente ningún otro hombre) y los míticos goles de los que había sido testigo en ese lugar:

- El canto de la gente es ensordecedor - decía -. Cuando uno asiste a un partido, debe esperar hasta el miércoles para volver distinguir el sonido de un pájaro, porque los oídos se cierran ante semejante clamor. Imagínense, son aproximadamente dos millones de gargantas, entonando una única y resonante palabra.

Sus hijos lo miraban un poco asustados por el relato, con sus ojos redondos de sorpresa.

- Es un barrio completamente diferente.

- ¿Por qué? - le preguntaban.

- Acá hay casas y yo tomo mate en la vereda. Allá tomaba mate en el patio de un conventillo, saludando a mis vecinos y compartiendo mi tiempo con ellos.

- ¿Qué es un conventillo?

- Un conventillo es una edificación comunitaria. Es el lugar en donde vive el trabajador. Las mujeres organizan competencias entre ellas, competencias silenciosas que nadie menciona pero todos conocen. Limpian su porción del patio, sus barandas y escaleras y comparan la pulcritud de la vecina, para ver quién consigue la mayor.

Una mañana, mientras desayunaba, Ulises leía el diario y en la sección de policiales se topó con la noticia de que el Rata Muñoz había sido asesinado en una pelea. Ese infortunio le abría la posibilidad del regreso. Sin decir una palabra, se llevó un bizcocho de grasa a la boca y cerró tras de sí la puerta de su casa. Se subió a un colectivo y cruzó el puente del Riachuelo en sentido contrario, después de veinte años de espera.

El barrio estaba cambiado. El bar de la esquina lo habían transformado en un autoservicio. Cuando Ulises asomó su cabeza, sorprendido de no ver la mesa de metegol en el lugar habitual, la cajera lo miró con sus ojos estirados, desconfiando de lo que el individuo aquel quería hacer paseando su gesto incrédulo por cada una de las góndolas.

Los conventillos no mostraban esa pulcritud rememorada. Las personas en las calles eran extrañas, excepto Don Javier, que caminaba encorvado por la calle:

- ¡Don Javier! - le gritó Ulises y a Don Javier le costó mucho reconocerlo o quizás nunca lo reconoció y fingió hacerlo para que Ulises lo dejara tranquilo. Le preguntó por sus amigos de toda la vida y casi ninguno continuaba viviendo en el barrio. Se saludaron y cada uno siguió su rumbo.

Ulises llegó a la Bombonera. Casualmente ese domingo había partido. Entró, se ubicó en la tribuna y vio un encuentro mediocre que terminó 1 a 1 porque a Boca le cobraron un penal inexistente, tres minutos antes del pitazo final.

Ulises abandonó la tribuna arrastrando los pies. Tomó un colectivo y volvió a Ezpeleta a seguir extrañando la Boca, entre los desconocidos de siempre.

viernes, 7 de noviembre de 2008

10 de noviembre

Día de la tradición
es hoy pues nació José
Hernández, por lo que sé,
fue de Martín Fierro autor.
Pero otro Martín peor
nació en el setenta y tres.

El mesmo que acá les canta
y juega a ser escritor
irrumpe en su monitor
cuando así usted lo requiere,
y actualmente le sugiere:
compre ropa Christian Dior.

Disculpe, incluí un sponsor
en el medio de mi canto.
El capitalismo tanto
se extendió. Cosa sabida,
para ganarse la vida
vende su aureola hasta el santo.

Si no puede agasajarme
con lujo en mi aniversario,
pues modesto es su salario,
no se enoje ni se queje.
Sólo quiero que me deje
en el blog un comentario.

jueves, 30 de octubre de 2008

De espejos y reflejos

En un intento por lograr que estos textos le resulten agradables a un mayor número de lectores, decidí escribir un artículo múltiple (de algo tenía que servirme esto de tener muchas personalidades, disputándose constantemente el dominio de mi voluntad). Y supuse que la multiplicidad sólo era concebible a partir de los espejos. Quienes prefieran no perder tiempo en preliminares, pueden lanzarse directamente a la lectura del relato, saltear la bastardilla e internarse heroica o perezosamente en terrenos desconocidos. Aquellos que, en cambio, prefieran prepararse para la expedición, deberán leer estas instrucciones, de principio a fin.

Instrucciones para leer un texto múltiple

1) Los lectores que no tengan demasiado tiempo, podrán optar por leer sólo las palabras que están en negrita y bastardilla y continuar con sus vidas y sus asuntos personales de inmediato. Cabe aclarar que esta clase de lectores son los que se encuentran más alejados de mi estima.

2)
Los lectores que estén aburridos o estén haciendo tiempo para salir del trabajo o, si son más afortunados, encontrarse con una señorita (un señor, en su defecto) podrán leer la historia completa y, luego, seguir sólo las palabras en negrita y bastardilla.


3)
Los lectores que deseen buscar otro tipo de interpretaciones , luego de seguir al pie de la letras las sugerencias del punto 2), podrán pensar largamente en los espejos. Éstos son superficies pulidas que nos devuelven una imagen exactamente igual a nosotros, pero invertida. Hay algo que no se ajusta a la realidad en el reflejo: la derecha es la izquierda y el este es el oeste.


4) Los lectores que deseen toparse con explicaciones metafísicas deberán observar las instrucciones del punto 3) y pensar que Borges (siempre queda bien citarlo: cuando menciono su nombre en una pizzería, todos los comensales dan crédito a todo lo que digo, aunque sea una verdadera estupidez) en su libro Zoología fantástica cuenta que antiguamente el mundo de los espejos y el de la realidad estaban comunicados y uno no era copia del otro. Pero las huestes del otro lado del espejo invadieron la Tierra. El Emperador Amarillo logró vencerlos y, por medio de un conjuro, les impuso el castigo de repetir los actos originales que se producen de este lado, como si se tratara de una ensoñación. Sin embargo, es sabido que los enemigos se librarán de su letargo y atacarán nuevamente la Tierra, esta vez para vencer. Podremos conocer la inminencia de la invasión cuando encontremos diferencias en el reflejo, cuando veamos la sublevación del pez -o tal vez del tigre- y cuando logremos escuchar los estruendos de las armas.

5)
Los lectores que se sientan aburridos por tanta explicación, podrán abandonar el blog de inmediato, si es que ya no lo hicieron.


6)
Los lectores que ni siquiera hayan entrado en este blog podrán continuar con sus vidas, tal vez más felices que los condenados a leer estas palabras.


De espejos y reflejos

En Occidente nos cuesta bastante trabajo distinguir a dos orientales. Esta particularidad la conoce cualquiera que haya entrado a un supermercado y haya creído ver al mismo hombre a comienzos y a finales de una góndola. La facilidad con la que se reproducen los mismos rasgos en distintas caras nos conduce al desconcierto.

Pero, aunque normalmente no lo admiten, los nacido en Oriente también tienen dificultades para reconocerse. Es sabido que en Japón y en otros países aledaños la infidelidad no es condenada, simplemente porque a veces ocurre como producto de una confusión (nunca falta el turista que aprende el método e intenta aplicarlo en su tierra, generalmente con poco éxito). El concepto de identidad es considerado un mito por unos y una utopía por otros. Dos ojos, una nariz y una boca dispersos en un rostro de manera siempre original son considerados un derroche o una impericia de la naturaleza, que se esfuerza en hacer hermanos idénticos y fracasa, quizás por distracción.

De todas formas, existen 23 millones de peritos (en Oriente ésta es una cifra escasa), capaces de distinguir las mínimas diferencias entre dos personas. Se trata de profesionales con el metódico talento de mirar aquello que el ojo corriente no puede advertir. Generalmente trabajan en departamentos de policía, donde los identikits no tendrían ninguna utilidad si no fuera por su obstinada colaboración. El experto más eficiente de todos los tiempos se llamaba Xiao Liu y se exilió de Pekín por cuestiones de honor, según repetía con gesto melancólico a todo aquel que se lo preguntaba, mientras permitía que su atención se perdiera en el recuerdo y se negaba a dar más detalles:

- De mi país, sólo traje el presente. Mi pasado se quedó en China.

Se instaló en el porteño barrio de Flores, cuyo nombre le resultó siempre impronunciable hasta tal punto que en alguna ocasión se guardó dos flores en sus bolsillos, para mostrárselas a los taxistas y así indicarles, con menor esfuerzo, hasta qué barrio necesitaba ser transportado.

Con sus propias manos edificó un modesto supermercado con una habitación, una cocina y un baño en la planta alta. Los ambientes eran sumamente oscuros y húmedos, pero después de colgarles unas cortinas rojas con ideogramas amarillos, comenzó a llamarlos 'mi nuevo hogar'.

Su arte y sus destrezas no sirvieron de mucho en tierras de rostros obscenamente diferentes. Distinguir a Ecuménico de su gemelo era una tarea simple, porque Ecuménico, a diferencia de su hermano, había perdido el pelo con notable celeridad, lo que, a los ojos estirados de Xiao Liu, demostraba que el problema de la calvicie no era genético, sino de índole moral:

- Los pelados son personas inescrupulosas - afirmaba con sabiduría.
- ¡Eso incluiría al 70% de la población masculina! - le retrucaban personas de cabelleras exiguas.
- Por supuesto - sentenciaba Xiao Liu.

Una mañana, el despertador sonó con la naturalidad de siempre y el perito devenido en supermercadista, caminó los acostumbrados diecisiete pasos que separaban su habitación del baño. Se acomodó frente al botiquín mientras empuñaba el cepillo de dientes y conoció por primera vez el espanto. Cientos de diferencias le saltaban de la cara y Xiao Liu no pudo entender quién era ese extraño que lo contemplaba, con un horror semejante al suyo, pero completamente distinto.

Clausuró puertas y ventanas y se quedó agazapado en la oscuridad, después de destruir el espejo y correr a su habitación.

Los días pasaron y los vecinos del barrio de Flores, necesitados de leche y galletitas, se congregaron en la puerta del supermercado. Golpearon la cortina, pero no obtuvieron respuesta alguna.

El rumor del misterioso caso se difundió con rapidez y se instaló en lugares disímiles como el Centro Argentino de Yoga Yin y Yang. Sus miembros decidieron tomar cartas en el asunto e irrumpieron en el departamento de Xiao Liu. Primero se encomendaron al sol e inmediatamente después rompieron la puerta con un hacha. Lo encontraron acurrucado en un rincón. Hablaron con él e intentaron hacerlo entrar en razones. Le explicaron que el espejo siempre devolvía diferencias, pero no por malignidad, sino porque el tiempo nos imponía transformaciones. Novedosas arrugas surcaban nuestras caras, el pelo perdía su color, nuestros movimientos se volvía lentos y torpes y nuestra voz perdía su firmeza.

Xiao Liu reflexionó unos instantes. Hizo una pausa, en apariencia, interminable y finalmente se puso de pie. El presidente del centro de yoga lo contemplaba, satisfecho, hasta que el oriental se arrojó sobre él y sobre toda su comitiva, con una violencia inusitada, para expulsarlos de su departamento, al grito de que la revelación de ellos era mil veces más aterradora que la idea de que una imagen desconocida hubiera usurpado el lugar de su reflejo:

- ¡Ninguna noticia podría ser peor! - vociferó, mientras los practicantes de yoga intentaban lanzarse escaleras abajo, para ganar la calle y ponerse a salvo de la furia de Xiao Liu -. ¡La suplantación era horrorosa, pero tenía remedio! ¡El paso del tiempo, en cambio, es una fatalidad! ¡Monstruos! ¡Monstruos!

Xiao Liu jamás volvió a abandonar su habitación y, al poco tiempo, el barrio y el mundo entero terminaron olvidándose de él.

martes, 28 de octubre de 2008

Un nuevo premio

Hace ya un par de meses tuve la peregrina idea de abrir este blog. Cualquiera que haya seguido mis pasos sabe que la primera dificultad es lograr atraer a los desconocidos. En principio, uno recurre a todo tipo de métodos viles, como prometer cinco pesos por una lectura, suplicar de rodillas y mostrar un certificado médico apócrifo que asegura que uno padece toda clase de enfermedades terminales (para un hipocondríaco sostener esta mentira supone un esfuerzo y un peligro desmesurados). En medio de esa desesperada lucha por lograr visitas, también uno participa en concursos.

Ayer, me enteré de que uno de estos concursos había anunciado a sus once finalistas. Con una conexión lenta y con mucho nerviosismo, quise comprobar si Divagaciones y otras fobias había logrado tal distinción. Me interné con rapidez en el sitio The Bob’s, que siempre me resultó un poco incomprensible, quizás por propia impericia o tal vez porque hay demasiada información que no estoy dispuesto a leer. Links por arriba y por abajo, una terrible multiplicación de textos, imágenes grandes y páginas que tardan largos minutos en descargarse. Y yo (que por temor a perderme tengo tendencia a atarme a un hilo antes de ingresar en los breves laberintos previos a las vías del tren) no me siento cómodo navegando en forma circular. Cuando un sitio web me resulta confuso, me dejo guiar por mi instinto que me conduce una y otra vez hasta al punto de partida.

Investigaba, entonces, el monitor con poco éxito y el corazón acompasaba mis clics. Entiendan que no todos los días uno se enfrenta a la posibilidad del reconocimiento, la ovación o el aplauso. Sean conscientes de que, hasta ayer, el único grito de aliento que había recibido era un ‘¡boludo!’ nacido en la boca de un automovilista que me hizo notar que no había prestado atención al cruzar la calle. En realidad, sí había prestado atención, pero lo había hecho en sentido contrario, del que no podía venir ningún auto, a menos que lo hiciera a contramano.

Después de revolver ese sitio y otros, desordenando la búsqueda con el mouse, di con los nombres de los nominados. Con una mezcla de orgullo, felicidad y asombro comprobé que este blog, de apenas tres meses de edad, ha sido elegido para formar parte de los 956 sin posibilidades de alzarse con el premio. Es decir, perdí como en la guerra.

Tal vez mi reacción les resulte incomprensible. Quizás tengan ganas de sacudirme para hacerme entrar en razones. ¿Por qué parezco contento en la derrota?

Yo sé que no soy más que un personaje, adherido con fuerza al vidrio de sus pantallas. Y si algo me ha enseñado la literatura es que los únicos seres dignos de ser queridos y recordados, no son aquellos que obtienen el reconocimiento del mundo, sino los parroquianos del fracaso.

Los que luchan sabiendo que van a ganar, merecen nuestro mayor desprecio. Son meros fanfarrones que desean engalanarse con la gloria. Tampoco merecen nuestro afecto los que tienen la esperanza de ganar y el temor de perder. Ellos son simples especuladores, provistos de máquinas de calcular para descubrir cuál es el riesgo y el beneficio de toda empresa. Los verdaderos héroes, en cambio, estamos conscientes de que el destino nos depara una nueva frustración en cada esquina y con hidalguía nos lanzamos a una batalla que sabemos perdida de antemano, dispuestos a cobrar cara nuestra derrota.

Sin una palmada en el hombro, me aferro a la memoria de ustedes. Hoy no necesito otra cosa.

viernes, 24 de octubre de 2008

Algo de mi familia

Mi edad y mis circunstancias me dejaron sin un día especial. Ya estoy grande para celebrar el día del niño; no tengo hijos, por lo que no festejo el día del padre y, entre cambios y resignaciones, me fui quedando sin una fecha digna de ser esperada o recordada.

No obstante, nací un 10 de noviembre y, una vez por año, algunas personas leen mi nombre en sus agendas y me dedican un llamado telefónico. Otros, más osados, se acercan y me tiran de las orejas (costumbre objetable y totalmente injustificada que quizás existe para compensar la bronca de quienes se vieron obligados a gastar su dinero en un regalo).

Es cierto que mi cumpleaños me deprime desde los once años. Pero, a pesar de eso, en el almanaque la fecha me resulta extraordinaria. Bueno, al menos hasta hace tres años.

Mi hermana estaba esperando a su hija para el mes de diciembre. Sin embargo, una mañana los médicos decidieron adelantar ese nacimiento y hacerlo coincidir con el mío. Suceso extraño, si tenemos en cuenta que había 364 opciones diferentes. Podrán imaginarse que la escena de un tipo de treinta y pico soplando una velita es bastante menos atractiva que la de una nena que mide menos de un metro haciendo la misma operación. Por eso, primero se le canta el feliz cumpleaños a ella y sólo entonces se concentran en mí, vuelven a encender la velita y arranca la desafinación conjunta. Hace tres años que mis velas son usadas y color rosa.

Me arrebataron mi infancia, mi condición de estudiante y también mi nacimiento. Estoy pensando en dedicarme a las abejas, que son previsibles. Hacen miel y no traen mayores complicaciones. Entran y salen del panal. Así de sencillo.

¿Alguien sabe cuándo es el día del apicultor?

miércoles, 15 de octubre de 2008

Para ser un mal tipo

Hace un tiempo que quiero hacer un cambio drástico en mi vida. Harto de una rutina que no me conducía a ningún lado, una mañana, mientras tomaba mate, decidí empezar a ser una persona soberbia. Por extraño que parezca, eso fue lo que pensé mientras cebaba:

- ¿Y si me hago arrogante?

Pero para ello, no podía dejar nada librado al azar. No hay nada peor que un soberbio indeciso, débil, así que durante meses estuve practicando miradas de desprecio frente al espejo. La mirada de desprecio no es fácil de reproducir. Tiene que atravesar a la víctima y dejarla con un odio glacial. Y mis esfuerzos rindieron sus frutos, porque una medianoche logré que el botiquín del baño me devolviera un gesto que me dejó lleno de odio contra mí mismo.

Como no soy bueno imporvisando, también escribí una serie de respuestas ante situaciones hipotéticas, para poner en su lugar a impertinentes que pudieran atravesarse en mi camino. Estaban las clásicas "cuando vos vas, yo ya fui y vine varias veces", "¿sabés cuánto te falta para poder pasarme?" y otras que fui recopilando: "tú no has ganado nada", "con seis personas como vos, hacemos medio cerebro", "el día que los boludos vuelen, vas a tener que comprarte un radar" y "¿sabés cuánto se atrofia mi cerebro cada vez que te escucho?".

Pero claro, no podía ser arrogante sin el respaldo de un éxito, aunque fuera mínimo. Mi objetivo era generar indignación a mi alrededor y no mover a risa. Mientras pensaba en qué podría destacarme, me llegó el mail que me anunciaba la premiación de mi blog, hace apenas una semana. Me froté las manos, mientras lanzaba una mirada imitada que ya me estaba resultando natural:

- A partir del premio, voy a ser reconocido en este ámbito. Y con ese reconocimiento, podré empezar a maltratar a todos. Primero a mis lectores, lo que me reportará más respeto. La gente cree que la agresividad es sinónimo de insumición. Entonces cada vez habrá más curiosos por estos pasillos de Internet y yo podré mostrar mayor virulencia a una mayor cantidad de espectadores. Y mi arrogancia todos los rincones - decía, mientras golpeaba una mesa.

- Pero también podés ser famoso y humilde - me sugurió una amiga.

- ¿Pero para qué? - le pregunté, mientras me miraba en silencio.

El problema fue que si bien ese día ingresaron más personas de lo habitual (fueron 53 usuarios insistentess que pasearon sos ojos por mis textos), al día siguiente la carroza se convirtió en calabaza y volví a las cifras acostumbradas (pero qué rico puré me hice). Imagínense mi decepción: tanto soberbia derrochada. El destino me arrebataba el mínimo de popularidad necesaria para abocarme al menosprecio, para el que estaba altamente capacitado.

Esa noche no pude dormir y en medio del insomnio, después de enroscarme en las sábanas una y otra vez, resolví llevar a cabo mi plan, a pesar de la contingencia que había sufrido. A la mañana siguiente me desperté muy temprano, antes que sonara el despertador, y me dirigí al bar de la esquina. Entré y cerré con un portazo. Los clientes y los mozos me miraron. Muy bien, pensé. Ya logré captar su atención:

- ¡Mozo, a ver si me limpia la mesa! - exclamé con voz ronca y gruesa antes de sentarme. E inmediatamente empecé a soltar las frases con la misma naturalidad que había aprendido en mis horas de ensayo. Diez minutos después, tres mozos con moños y chalecos negros se me tiraban encima y me arrastraban hacia la puerta bar, mientras los clientes arengaban desde sus mesas.

- ¿Saben quién soy? - les gritaba - ¿Saben quién soy?

Evidentemente no lo sabían porque me dejaron tendido en mitad de la vereda, con el servilletero en la boca y bañado de café con leche, bastante caliente, por cierto.

Después de este episodio, decidí volver a mi humildad de siempre. Al menos hasta que me tropiece con un éxito inmerecido (esto lo digo ahora, que tengo nuevamente perfil bajo) o, por lo menos, hasta que aprenda a defenderme yo solo de los tres de moños.

Si me ven por la calle, seguramente podrán reconocerme porque iré con la vista pegada a las baldosas, algo encorvado y sumiso, soportando en mi espalda mi inevitable destino. Pero sepan que, en mi caso, la humildad no es una virtud, sino todo lo contrario.

No cualquiera puede ser una porquería de persona.

sábado, 11 de octubre de 2008

El juego de las sillas

- Estés donde estés, siempre estarás en el lugar de otro.
- ¿Es la única forma de jugar al juego de las sillas?

Susana Giuliani decidió hacer algo en favor de su barrio. Utilizó todos sus ahorros y cambió el rumbo de su carrera profesional.

Ella era una nostálgica crónica. Recordaba cómo en su infancia había jugado con sus amigas en la vereda de su casa y veía que en la actualidad la situación había cambiado en forma drástica. Las calles se habían vuelto inseguras. Las madres entraban a sus hijos de un brazo y los ponían frente al televisor, con la firme convicción de que era mejor preservarles el cuerpo que la mente.

Susana creía que la alta tasa de criminalidad de esa zona del conurbano porteño podría ser reducida e incluso erradicada si se atacaba el problema de raíz. No hay que pensar a corto, sino a largo plazo, se decía mientras clavaba en la puerta de su oficina el letrero en el que podía leerse el nombre de su reluciente empresa: Los niños son el futuro, fiestas infantiles. Las veredas pueden recuperar su magia sólo si transformo a los chicos. Y si el asunto marcha bien, pronto podré abrir sucursales en otros barrios.

Su método publicitario fue bastante efectivo. Cientos de enanos, disfrazados de chicos, vestidos con pantalones cortos pero meticulosamente depilados, se distribuyeron en distintas plazas, parroquias, mercados y bingos y lloraron en forma simultánea, con un sollozo estudiado que movía a compasión. Al ser abordados por cualquier adulto, repetían:

- ¡Estoy perdido, estoy perdido! - y descubrían su rostro para expresar -. Pero puedo encontrar el camino hacia la felicidad si festejo mi cumpleaños en Los niños son el futuro, la primera agencia de fiestas infantiles con valores morales - y entregaban un folleto explicativo con el teléfono y la dirección de las oficinas de Giuliani. Cinco enanos salían de sus escondites y formaban una ronda en torno del pobre incauto, mientras entonaban un jingle pegadizo:

Aunque crea que este mundo es engañoso
y que es negro el destino, le aseguro,
como somos los niños el futuro,
nuestro tiempo será muy provechoso.

Las personas que habían ofrecido ayuda al pseudoniño se mostraban ofendidas y se alejaban protestando palabras como "engaño" o "estafa". Pero con el correr de los días, el episodio se tornaba divertido, incluso para las víctimas, y en poco tiempo todos los vecinos conversaban de los enanos y se preguntaban en qué consistiría esa empresa.

Susana esperaba junto al teléfono, que no tardó en sonar:

- Los niños son el futuro, fiestas infantiles, buenas tardes.

- Buenas tardes, llamaba para averiguar qué significa eso de las fiestas con valores morales.

- Realmente no podemos revelar demasiada información. Usted sabe, la competencia tiende a ser feroz y queremos ampararnos en el factor sorpresa. Pero le garantizo que después del festejo, los chicos sentirán una notable inclinación hacia el bien.

Escatimar palabras resultó el mejor ardid publicitario. El sábado siguiente, Susana había sido contratada para celebrar cuatro cumpleaños y, disfrazada de payaso, se disponía a dar comienzo a su ambiciosa actividad.

- ¡Chicos, Chicos! Primero vamos a hacer el juego de las sillas. Vamos a escuchar una linda canción y cuando la música se detenga, todos deberán correr para sentarse. Quien no lo consiga, quedará descalificado.

Los chicos se prepararon para alzarse con la victoria. Cada uno, confiando en sus capacidades, comenzó a caminar, alerta, alrededor de la ronda de banquetas. De pronto, la melodía se interrumpió y, entre risas, todos se lanzaron sobre los asientos. Pero para sorpresa de todos, ninguno quedó de pie e incluso algunos pudieron apoyar sus piernas en una silla vacía.

- Chicos, todos tenemos un lugar que nos está esperando. No es necesario pelear para conseguirlo. Recuerden que en este mundo, lo que sobran son sillas.

Francisquito Ramírez, el agasajado, miró a sus amigos sorprendido y éstos le devolvieron la mirada con gesto acusador. Un poco fastidiados, siguieron a Susana mientras colocaba una enorme bola pendiente de una lámpara. El siguiente juego sería la piñata.

- Uno, dos y ¡tres!

La enorme esfera cayó desde las alturas y estalló contra el piso. Disipada la algarabía de la explosión, los chicos comprobaron que el único contenido de la piñata era una neblina de talco.

- No todo lo que reluce es oro. Lo importante es el interior y no la superficie.

Susana sacó de una bolsa de arpillera bonitos premios que fue repartiendo en forma igualitaria.
Fue entonces cuando Ricardito Carona, el hijo del dueño de un almacén con aspiraciones a supermercado, alzó su voz infantil, en medio de la decepción generalizada:

- Yo no quiero que me den un premio. Yo quiero ganármelo. ¡Esto es aburrido! ¡Salgamos a jugar al jardín!

Todos los chicos obedecieron. Susana intentaba contener a esa horda enardecida, sin éxito, con la bolsa de arpillera colgando aún de su mano derecha:

- Francisquito, vení, hijo. Vengan todos.

A los diez minutos, Ricardito Carona les enseñaba a sus amigos cómo aplastar un sapo con un cascote, y cómo achicharrar hormigas usando una lupa y el atardecer como cómplices para que les quedaran las patitas de sombrero. Ante semejante espectáculo, Susana recordó, por primera vez en mucho tiempo, que su infancia en las veredas tampoco había sido tan alegre como ella suponía y que sus amigos de aquel entonces solían exponer con orgullo su crueldad.

Los padres rodearon al payaso y lo increparon. Lo acusaron de comunista con fines de lucro, dijeron que ellos no pagarían por ese desastre y que tenía diez minutos para abandonar esa casa, antes que llamaran a la policía.

Dos días más tarde Susana descolgaba el cartel de su oficina y volvía a clavar el anterior: Dra. Susana Giuliani, abogada penalista. Evidentemente el barrio no está preparado para mis ideas, pensaba, mientras martillaba con habilidad. Creo que deberemos seguir resignados a veredas sin chicos.

A los pocos días, la Dra. Giuliani tuvo su primer caso. Debió defender a un ex intendente, colmado de denuncias por malversación de fondos durante el ejercicio de su función y por acoso sexual a una docena de empleadas.

jueves, 9 de octubre de 2008

La preocupación por el original y mi inmerecido premio

Después de hablar de dobles, muchos de ustedes y yo mismo empezamos a preocuparnos por el origen. ¿Quién es el que dio forma a estas sucesiones de espejos?

La originalidad en nuestros tiempos parece ser una virtud. Pero no siempre fue así. Para Adán, por ejemplo, la originalidad no era un signo de distinción, sino una fatalidad. Hiciera lo que hiciera, no podía evitar que sus actos resultaran sorprendentes:

- Miralo al tipo, camina en forma bípeda - le dijo un animal a otro, mientras lo veían pasearse por el jardín.

Miguel Perales era un pintor de poco renombre, pero conseguía fugazzettas gratis a cambio de sus cuadros en La Colosal de Villa Crespo y probablemente no aspiraba a una fama mayor.

Una noche, inspirado por un vino patero de calidad dudosa, le apostó al dueño del la pizzería que sería capaz de cambiarle el color al letrero que se deslucía sobre la puerta de entrada. Crearía un rojo fuego jamás visto anteriormente por el ojo humano.

El dueño de La Colosal pensó que ya era hora de cambiar la fachada y estrechó la mano del pintor, para sellar el pacto. El artista se encerró en su taller y se dedicó durante días y noches a la elaboración de esa pintura original. Dos meses después, salió con una sonrisa grande y un balde en su mano derecha. Le pidió una escalera a un vecino y transformó el cartel con la precisión de su arte y sus pinceles.

El dueño de la pizzería estaba feliz con el trabajo y no dejaba de decirles a todos sus clientes que aquel color era completamente novedoso. Ante tal afirmación, un mediodía, un hombre de corbata impecable se puso sus anteojos y miró con atención. Extrañado, sentenció:

- Éste es el artículo R329 de Alba. La baranda de la escalera de mi casa tiene exactamente el mismo color.

Inmediatamente buscaron muestrarios y comprobaron que las palabras de este señor eran ciertas.

Miguel Perales fue desterrado para siempre de La Colosal de Villa Crespo y alcanzó gran fama en el mismo acto de ganarse muchos enemigos:

- Te juro que no sabía que ese color ya existía - me confesaba en otra pizzería en otro barrio -. Yo creé ese color y pinté el cartel, convencido de que estaba haciendo algo único e irrepetible. Lo peor de todo no es que ya no pueda dedicarme a pintar, pero las fugazzettas de acá son incomibles - concluyó mientras arrojaba su porción mordida sobre su plato.

Creo que ser original es demasiado difícil. ¿Por qué nos empeñamos en premiar al primero que hace algo? Miguel Perales hizo algo fabuloso: inventó un color que ya existía. ¿Está tan mal eso?

Estos últimos meses estuve bastante prolífico. Inventé la rueda, la escalera mecánica y una excusa perfecta para evitar ir a cumpleaños de personas que me resultan fastidiosas. Nunca recibí crédito por ninguno de estos tres descubrimientos, simplemente porque otros tipos, en forma totalmente accidental, nacieron antes que yo y copiaron una idea que yo tendría muchos años más tarde.

Villa Crespo no es un barrio para espíritus sensibles como el de Miguel Perales y el mío. La mudanza para mí, siguiendo los pasos del pintor, se está volviendo inaplazable.



Aprovecho este comentario para contarles que, tal como les anuncié, El blog del día ha decidido considerar que estos relatos merecen una distinción durante el día de hoy.

Les pongo el link, para que vean que no miento (en esto, el resto de mi vida está basada en mentiras) y les aclaro que estoy contento de este premio aunque no sea el primero en recibirlo.



Blog nombrado Blog del Día el 10/10/08

viernes, 3 de octubre de 2008

Yo soy otros, mi nombre es legión.

Dicen que en China los gemelos idénticos no llaman demasiado la atención. De todas formas, tuve en la escuela primaria dos compañeros (de rasgos occidentales en este caso) que habían compartido el vientre de su madre y la bolsa, seis años antes de compartir un pupitre en el colegio.

La maestra tenía serias dificultades en reconocerlos, pero había desarrollado un método que ella creía infalible: sus letras eran distintas. Entonces, les hacía escribir una frase en un papel. A Juan y a José (ésos eran sus nombres, tan poco originales como sus rostros) les molestó que alguien pudiera diferenciarlos con éste o con cualquier otro método, por lo que practicaron durante bastante tiempo y ambos pudieron copiar la caligrafía del otro (o al menos eso es lo que nos hicieron creer a sus compañeros, ya que, en rigor, nunca supimos si nos estaban mintiendo, y se hacían pasar por el otro con aptitudes de falsificador, cuando en realidad se trataba de ellos mismos).

Cuando terminamos la primaria, se cambiaron de colegio. Uno hizo un bachillerato y el otro un comercial. Aunque tal vez se suplantaron periódicamente y cada uno hizo la mitad de la carrera del otro.

Ser compañero de Juan y de José tuvo sus consecuencias. Yo tenía una novia a la que quería dejar, pero no podía hacerlo. Cada vez que le sugería que quería verla porque teníamos que hablar, como preámbulo de ruptura, me recibía en su casa con una pizza amasada por sus propias manos. Yo me excusaba con un "no tengo hambre", pero ella insistía, diciendo que la había cocinado para mí. Sintiéndome culpable, me sentaba a la mesa con la servilleta al cuello y atacaba la muzzarella sin piedad. Pero después de esa invitación, ¿no es una descortesía decirle a una persona que es mejor continuar nuestros caminos por separado? ¿No señala el protocolo que es de mala educación terminar una relación después de cenar?

Una tarde, hablaba con un amigo, que tuvo la ocurrencia de imitarme y provocó la hilaridad de las demás personas que se encontraban con nosotros. Al parecer, su imitación era perfecta. Fue entonces, cuando recordé a Juan disfrazado de José. Mandé a mi amigo a casa de mi novia y no tuvo ningún reparo en abandonarla desde el portero eléctrico, haciéndose pasar por mí.

De esta forma, con cierto dolor, descubrí que mucha gente hacía muchas cosas mejor que yo. Una madrugada me encontraba sumergido bajo miles de apuntes. Tomaba café para mantenerme despierto y estudiaba para rendir un parcial de Lingüística. Chomsky y sus secuaces se empeñaban en escribir cosas incomprensibles. Mientras pensaba si era buena idea abandonar la materia y, por qué no, la carrera, recordé que un amigo mío había rendido con éxito ese final. Él no era ni parecido a mí ni podía imitar mi voz y mucho menos mi escritura. Pero Lingüística es multitudinaria y para suplantar a otro no se necesita más que sentarse en un banco, cosa que mi amigo podía hacer sin dificultades Después de unas semanas, disfruté de un inmerecido diez.

A partir de ese momento, mis actividades se redujeron bastante. En lugar de hacer, me limitaba a buscar gente idónea: mandaba a un jugador profesional para que gritara mis goles en la canchita de fútbol 5 los días miércoles, mandaba a tipos más altos que yo para que sedujeran a mis futuras novias que me parecieran inalcanzables, mandé de vacaciones a personas que conocieran más idiomas, para que pudieran entenderse mejor con los nativos.

El reemplazo obviamente era temporal. Una vez seducida la mujer que me interesaba, aparecía yo:

- Estás distinto - me decían en algunas ocasiones.
- No, es que tengo mucho trabajo y eso me tiene un poco distraído. Pero no te preocupes que soy el mismo de siempre.
- No, pero no es sólo eso. Vos no eras morocho.
- La luz - decía con rapidez -. La luz a veces confunde la percepción - y daba una explicación física que había aprendido y distorsionado en una enciclopedia Larousse.

El problema es que, poco a poco, mis reemplazos empezaron a rebelarse. Una tarde comprobé que un tipo más musculoso que yo se había fugado con mi amor platónico de toda la vida. Ricardo Darín, que debía decir en su primer casting que tenía mi nombre, se arrepintió a último momento y mostró su documento en lugar del mío y así me privó del éxito de La carpa del amor, que me correspondía a mí. Perdí, injustamente, un Oscar; ascensos en el trabajo; la participación en un mundial de fútbol y otro de basquet (a pesar de mi modesto metro setenta), simplemente porque mis suplentes decidieron ser ellos en lugar de ajustarse al plan.

Los reemplazantes cayeron en cuenta de que su situación era inmerecida. Ellos hacían los esfuerzos y otro se llevaba la gloria. Se asociaron, se convencieron y trazaron un plan de lucha. Todavía continúan imponiendo los estragos de su complot. Y están dispuestos a llevarse, no sólo lo que ellos creen que les pertenece, sino absolutamente todo. Quieren descuartizarme y robarse mi destino, pedazo a pedazo.

La traición de los reemplazantes no tiene límites. Incluso, debo confesarles, que éste que les escribe, no es Martín, sino uno de sus ignotos suplantadores.

Una de cal y otra de arena

El otro día recibí un correo electrónico de un sitio web que distingue con un link todos aquellos blogs que considera interesantes. Por uno de esos grandes misterios Divagaciones y otras fobias recibirá una mención el día 10 de octubre.

Todas las personas que, con o sin talento, tenemos algún tipo de aspiración literaria, cuando valoran nuestros escritos consideramos que al fin se hizo justicia y cuando somos ignorados pensamos que el concurso estaba arreglado y que seguramente ganó el cuñado de uno de los honorables miembros del jurado. En este caso, el sitio web del que estoy hablando, destaca un blog por día. Supongo que ya se les terminaron los familiares, empezaron a premiar en forma indiscriminada y yo me veo beneficiado por esta circunstancia.

Entusiasmado, como todo aquel que recibe un premio, pensando frases célebres como "se lo dedico a todos aquellos que creyeron en mí", palabras que nunca pude utilizar ya que nunca nadie creyó en mí (y lo bien que hacen). Intenté ver el sitio que había decidido que el 10 de octubre fuera mi día. Escribí la dirección, apreté Enter, con soberbia, y después de unos segundos pude leer que Internet Explorer no podía conectarse y me recomendaban una serie de soluciones incomprensibles o que intentara más tarde. Obviamente, escogí la segunda opción.

Cabe señalar que "más tarde" adquiere distintos significados cuando uno está ansioso. De todas formas, tuve que interpretarlo en sentido amplio ya que el monitor me devolvía siempre la misma respuesta.

- ¿Cómo puede ser - me dije - que la única vez que recibo un premio - esta sentencia no es del todo cierta, ya que una vez gané una bicicleta con una tapita de Coca-Cola -, desaparezca el que lo otorga? ¡Definitivamente los dioses están en mi contra!

Creyéndome víctima de una maldición cósmica, intenté distintas soluciones. Hasta que comprobé que el único maleficio que me acecha es Fibertel, la compañia proveedora de Internet. Después de un par de días de frustración, logré contactarme por medio del viejo módem y el cable del teléfono y ahí estaba el sitio, tan visible como siempre. Por suerte descubrí esto antes de suicidarme o convocar a un brujo para que me pasara un sapo muerto por la cara.

lunes, 29 de septiembre de 2008

De la adivinación

Mi novia tiene la curiosa habilidad de escaparse de una conversacion. Si lo que le digo no le resulta interesante, asiente con su cabeza en forma mecánica y deja que su mente se escape hacia territorios más amenos. Ese movimiento me sirve para determinar cuán entretenido es lo que estoy diciendo.

Sólo por compensar, creo que tuve derecho de dejar de prestarles atención a sus palabras. Mientras viajábamos en colectivo, me hablaba de diferentes marcas de pinturas y cómo quedarían mejor combinados los marcos, las puertas y las paredes. En mi defensa, puedo alegar que seguir el hilo hubiera sido una tarea difícil para cualquier hombre. Las mujeres tienen la capacidad de distinguir miles de tonalidades. Usan nombres que para nosotros no tienen sentido, como amarillo huevo o amarillo patito, y encuentran que uno y otro son completamente diferentes. Para mi género, en cambio, existen colores primarios, secundarios, el blanco y el negro; y el amarillo, por ejemplo, apenas puede distinguirse del naranja.

Para colmo, siempre tengo la impresión de que las charlas ajenas son más dignas que las mías. Al menos, en los demás asientos la gente siempre parece disfrutar el paseo más que yo. Se ríen con más fuerza o en más oportunidades o ponen gestos más graves. La comedia o la tragedia de los demás pasajeros siempre me resultaron más atractivas que mi limitación a la hora de opinar: realmente no entiendo la capacidad del verde de frecuentar el blanco y mantener una armonía.

De forma ilícita, sin permiso alguno, me escapé de mi conversación para colarme en la de un hombre de traje y una señorita más joven que se aferraba a su cartera. Probablemente eran compañeros de oficina:

- No, Morales, ¿Cómo piensa que iba a trabajar allá después de la advertencia de la vidente?

- Pero el sueldo era mejor.

- Sí, pero hay cosas más importantes. ¿Usted habría cambiado de trabajo a pesar de esas predicciones?

- Yo, en primer lugar, no habría consultado a la vidente.

- ¿Por qué no? Hay que tener un poco de cuidado, porque hay cada chanta. Pero ésta es realmente muy buena. ¿Nunca consultó a ninguna?

- No... bueno, Sí... una vez.

- Y le tocó un estafador...

- No, todo lo contrario. Creo que era el único vidente honesto.

- ¿Acertó lo que le predijo? ¿Se cumplió todo?

- No, no se cumplió nada, porque este vidente era distinto.

- ¿Cómo distinto? ¿De qué me habla, Morales? ¿Acertó o no?

Morales dejó de mirar hacia adelante y, por primera vez, observó a su compañera, dudando si era más prudente hablar o callar. Sólo entonces pude ver que Morales era más que una nuca. También tenía perfil:

- Al tipo podías encontrarlo en Plaza Saavedra los sábados de sol. Era un ciego de ochenta y pico de años.

- ¿Su vidente era un ciego?

- Sí, ¿qué importa eso? Incluso él decía que la vista molestaba a la hora de adivinar. Que para saber la verdad de la milanesa, necesitaba estar en penumbras.
Siempre estaba sentado en un banquito de madera. Junto a su pie, podía leerse un cartel con letra prolija que decía: "Leo su pasado".

- ¿Su pasado? ¿Y para qué quiero que me adivinan el pasado? Ya lo conozco: nací hace 30 años, un 25 de noviembre...

Morales la miró incrédulo.

- Bueno, nací hace 34 años, un 25 de noviembre.

- Claro, a mí también me sorprendió. Por eso me acerqué a hablarle. El tipo cebaba mate y jamás derramaba ni una sola gota. Inclinaba el termo y lo enderezaba justo cuando la espuma estaba a punto de rebalsarse. Extraño, porque yo, con mis dos ojos en perfectas condiciones, sólo con un poco de astigmatismo, no puedo dejar de volcar agua en el mantel cuando desayuno. Él en lugar de ojos tenía dos puntos azules que le flotaban en la cara y podía ser más cuidadoso que yo.
El hombre decía que la Divinidad no quería que supiéramos el futuro. Que si quisera tal cosa, nos habría provisto de un sentido que nos lo permitiese. Contaba que la gente que se dedicaba a la lectura de las líneas de las manos, a la astrología, a la inspección de la borra del café, era como Dalmiro Pernucci.

- ¿Y quién es Dalmiro Pernucci?

- Eso mismo le pregunté yo. El adivino siempre hablaba de personas que él creía famosas, pero no lo eran. Se trataban de simples vecinos del barrio de Saavedra a quienes él les atribuía una gloria mitológica.
Decía que este Dalmiro Pernucci había encontrado una inscripción muy disimulada en la pared de un terreno baldío y que estaba seguro de que esa letra borroneada contenía un conocimiento cósmico. Después de estudiarlo durante muchos meses, había llegado a la conclusión de que se trataba de una propaganda política y había vuelto a su casa convencido de que jamás votaría a ese candidato, que ya lo había decepcionado incluso antes de asumir su cargo cuando, por lo general, los políticos lo decepcionaban después de convertirse en funcionarios.

- ¿Pero para qué le sirven que le adivinen a uno su pasado?

- Él decía que el pasado, normalmente, está perdido. Que nuestra memoria es más bien un registro poético. Que los recuerdos son siempre distorsiones que agregan o quitan o directamente transforman. El futuro no es más que una consecuencia del pasado olvidado y sólo podemos entenderlo si comprendemos esa conexión.
El tipo leía las arrugas de la cara. Decía que el paso del tiempo deja su huella en el rostro de la gente. Te pasaba las manos por tus mejillas y te devolvía miles de recuerdos extraviados.

- Entonces, es mejor no hacerse un lifting.

- Justamente, contaba la historia de una mujer que se había hecho uno y, al volver a su casa, descubrió que su familia ya no estaba. Agregaba que muchos vecinos afirmaban que en realidad la familia había realizado un meticuloso plan de fuga, porque la mujer era francamente insoportable. Pero él estaba convencido de que quitarse una arruga de la cara era peligroso.

- Entonces, ¿el verde o el amarillo? - me preguntó mi novia, tomándome del brazo y devolviéndome a mi conversación.

La miré un rato, como Morales a su compañera, sin saber su era mejor contestarle o callar:

- El amarillo, sin dudas - respondí, sin saber de qué estaba hablando. - Es terrible - le dije, después de una breve pausa -. No conocemos el futuro, el pasado se nos pierde y, a veces, hasta el presente se nos escapa. Y estamos flotando en medio de toda esa inexactitud.

Me miró seria. Sus cejas se anudaron por debajo de se frente.

Continué el viaje en silencio, mirando la alfombra de goma del colectivo, hasta que tuve ocasión de escapar de su sorpresa y tocar el timbre, convencido de que no valía la pena demorarse en explicaciones porque, tarde o temprano, olvidaría mi comentario, o peor, asentiría con la mente perdida en un pincel o un rodillo.

martes, 23 de septiembre de 2008

El clac de una puerta que se cierra

Subir al vagón de un subte puede parecer una trivialidad. Se pone un pie delante del otro, se evita algún que otro empujón, se elude la bolsa de plástico de una mujer de pelo blanco y listo. Pero yo no creo en los actos banales. Lo insignificante lo es sólo en apariencia y cada detalle mínimo esconde un hecho crucial que pasará inadvertido si no estamos atentos.

En el vagón, siempre nos espera una desconocida que, por algún motivo misterioso, nos llama poderosamente la atención. Lee un libro y con lentitud levanta sus ojos para dar vuelta la página. A su lado y frente a ella hay dos lugares vacíos. ¿Cuál debería ocupar? Si me siento a su derecha, pierdo la posibilidad de contemplarla, porque si enrosco mi cuello para verla, no podré ser disimulado. El asiento de enfrente me arrebata la posibilidad de una conversación casual y si el subte se llenara, quedaría completamente aislado.

Me tomo unos segundos para elegir. Un señor suelta un “permiso” por entre sus bigotes y un chico de cinco años corre por delante de mis piernas. Entre los dos, me obligan a viajar parado en el otro extremo del vagón.

Realmente es un alivio cuando las circunstancias deciden por mí. Me encantaría no tener que elegir nunca, porque cada elección es una renuncia. Si en una fiesta como un sándwich de jamón y queso, estoy optando por dejar en la bandeja el de jamón y tomate. Si estudio abogacía, estoy desechando una prometedora carrera de actor. Si pateo un penal abajo a la derecha, estoy perdiendo la posibilidad de que mis compañeros de equipo me admiren. Optar implica cerrar puertas y no hay en el mundo sonido más triste que ese clac seco.

Preocupado por esta situación, evité durante un tiempo el subte, los sándwiches, el conocimiento y los deportes. Pensaba que si no decidía, mantendría intacta mi potencialidad. Pero rápidamente me di cuenta de que las puertas se seguían golpeando y no había forma de dejarlas abiertas.

Creo que por eso soy nostálgico. Mi presente es más interesante que mi pasado y, a pesar de eso, daría cualquier cosa por volver a ser el que fui. No para repetir experiencias. Volver al secundario y estar nervioso porque la de química piensa tomar lección oral y yo no estudié bien qué es un alcano, es más una pesadilla que algo deseable. Pero extraño aquellos tiempos en los que no estaba limitado por mi historia, cuando no era esclavo de mis desatinadas decisiones. Extraño aquellos tiempos en los que mi destino podía ser cualquiera.

martes, 16 de septiembre de 2008

Cortita y al pie, a pedido de la hinchada

Los vecinos del barrio de Balvanera justifican su presente con la intervención divina. Dicen que un domingo de enero a la mañana, el cura Nicanor Fuelles daba lo que él consideraba la mejor misa de su vida. Con sus brazos extendidos, se complacía al comprobar que las palabras no brotaban de su boca, sino de lo más profundo de su conciencia divina. lo irónico del caso es que los únicos espectadores eran una veintena de niños que, a pesar del fastidioso calor de las once, fantaseaban con hacer goles de palomita en el patio de la iglesia, ni bien terminara el sermón, que se prolongaba más allá de los límites de su paciencia.

El cura pudo notar que la atención de los niños se trepaba por las columnas y se escapaba por entre los incontables colores de los vitrales. Y sintió verdadera pena de que sus más inspirados testimonios se perdiesen para siempre, mientras los chicos se volvían sordos con sus bostezos.
Quiso el cura capturar a su público. Se inclinó hacia adelante y con un grito, elevó su puño al cielo:

- El cielo, niños. ¡El cielo es!

Y los chicos lo miraron como la primera cara que aparece después de una siesta. El sacerdote supo que las cuarenta pupilas, por fin, se clavaban en él. Buscó una imagen poderosa en su imaginación, una para que la recordaran para siempre:

- ¡El cielo es una misa eterna!

Desde aquel día, en Balvanera sólo hay malhechores, rufianes, delincuentes, criminales y administradores de edificios.

martes, 9 de septiembre de 2008

Palomas burguesas

Entre los muchos seres que me han perdido el respeto en las últimas décadas, ningún caso es tan ostensible como el de las palomas. Yo no sé qué les ocurrió. Cuando era chico e ingresaba a la plaza, volaban despavoridas en todas direcciones. Envalentonado por la fuga, apuraba mi paso en medio de la dispersión de pájaros. Plumas, alas, movimiento y el abandono de las miguitas de pan que les tiraban algunos ancianos, desde sus eternos bancos rojos.

Ahora la situación es distinta. Las palomas se aburguesaron. Cuando cruzo la Plaza Congreso tengo que aminorar la velocidad porque, pesadas, apenas si se mueven. Caminan, ya no vuelan. Me miran con desprecio, me invitan a cambiar mi recorrido, pero yo estoy rodeado por ellas. Avanzo con cuidado y, a veces, simulan un vuelo que no es más que un salto, sólo para conformarme.

Pero en algunas ocasiones estoy apurado. Necesito llegar hasta la otra esquina con rapidez. Las atropello con paso firme y entonces sí, sacuden sus alas y se elevan. Pero lo hacen sin gracia, en forma torpe y desacostumbrada. Siempre tengo la sensación de que el cansancio de su fuga va a llevarse mi rostro por delante. Entonces me agacho un poco y me convierto por unos segundos en otra estatua viviente.

No sólo me molestan al disputarme la plaza. También lo hacen al disputarse algunas porciones de mi fantasía. Durante mucho tiempo me pregunté cómo harían para adiestrar a las palomas mensajeras. Cuando tengo una inquietud de este tipo no llevo a cabo un método clásico. No le pregunto a alguien con mayores conocimientos ni abordo una enciclopedia ni busco en Google. Las soluciones fáciles son para espíritus más perezosos que el mío. Cuando yo no sé algo, intento deducirlo sin ayuda. Cualquier otra opción, es como mirar la respuesta de un crucigrama: una verdadera cobardía.

Supuse, entonces, que habría tipos que se emplumarían el cuerpo, para ganarse la confianza de las aves. Circularían en torno de ellas con aire disimulado y poco a poco les recitarían todos los nombres de la guía Filcar, para que pudieran orientarse. Avenida Santa Fe y extenderían sus alas. Avenida del Libertador y señalarían puntos específicos de un mapa. Avenida Córdoba y les recomendarían eludir la zona de aeroparque para evitar el tráfico.

Con el tiempo, apareció un conocedor de estas cuestiones (¡nunca faltan!). Sin que yo le preguntara, me corrigió. Me explicó que estaba en un error y me detalló un método mucho más simple y notablemente menos interesante que el que yo había alcanzado. Un método tan torpe y carente de ingenio, que voy a callar para permitirte, lector, el placer de desconocerlo.

Éste es el secreto de mi escritura. Si es que tiene algún valor, su fuerza no radica en lo que narro, sino en lo que silencio. Mientras otros escriben genialidades, yo apenas me esfuerzo en disimular las torpezas de un mundo que, a veces, se mueve sin talento y vuela en forma torpe, como una paloma aburguesada.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Maldito esquimal

Tengo que aceptarlo. No soporto que haya una persona a la que no le caiga bien. Si me entero de que en Alaska, en la soledad de su iglú, hay un esquimal que me desprecia, se me arruina el día. Y claro, con aspiraciones de esta clase, es fácil imaginar que mis semanas están colmadas de frustraciones. Principalmente porque con la excusa de la franqueza, existe una secta fundamentalista que nos lanza a la cara toda clase de sinceridades. ‘Va con onda’ agregan al final de cada sentencia y con eso se ponen a salvo de su merecido castigo.

Es que nuestra sociedad está desquiciada, sobrevalora la verdad, considera digno al que nos critica en forma despiadada e indigno al que se esfuerza en hacernos más tolerable la vida por medio de engaños. Yo, en cambio, si tuviera que elegir a un amigo de entre estos dos, no dudaría en acercarme al de la sonrisa falsa, más interesado en mi amistad que en sus principios.

Algunas personas han tratado de convencerme de que debo seleccionar la admiración de quiénes deseo despertar. Porque ser apreciado por una patota de individuos de pocas luces, a su parecer, carece de mérito.

- ¡Pero no! – respondo yo -. Quienes no son demasiado brillantes, nos permiten ejercitarnos. Si no logramos ser valorados por ellos, ¿cómo conseguiremos la aprobación de un inteligente, que es mucho más hábil y escurridizo?

Por culpa del blog pero también gracias a él, en los últimos tiempos he recibido elogios y críticas. Por suerte, más de los primeros que de las últimas. Pero claro, los rostros de los esquimales no me dejan dormir por las noches. Asoman sus cabezas por entre mis sábanas, sonríen con desprecio y me dicen que mis textos son muy largos, que carecen de imágenes, que no quieren leer terribles discursos. Les grité que escritores reconocidos habían hecho novelas de páginas y más páginas, pero me llamaron soberbio por haber sido tan irresponsable de compararme con ellos.

Decidido a hacerlos cambiar de parecer, intenté sintetizar. Podé cada uno de mis escritos, recorté adjetivos, mutilé ideas. Con este nuevo estilo, un Jack el destripador que se destripa a sí mismo, le escribí un mail a una amiga, quien acabó reprochándome mi telegrama.

Entonces caí en cuenta de un último inconveniente: la percepción de mis críticos no es unánime y, por lo tanto, nunca seré querido mientras sea uno solo, mientras no me transforme en múltiple. Y realmente no sé cómo se hace eso.

Tanta preocupación, tanto insomnio por culpa de mi enemigo esquimal, que se acomoda la capucha, se envuelve entre sus pieles y sonríe, porque sabe que estoy condenado a una única existencia (por mucho que me pese), y porque la victoria es suya. La mueca de sus labios y la exhibición de sus dientes, porque triunfa. Pero no puede dejar de pensar en mí.

Como yo tampoco puedo dejar de pensar en él.

lunes, 25 de agosto de 2008

Mi vecino

En el primer piso de mi edificio hay un hombre que lleva a cuestas más de ocho pesadas décadas de vida. Supongo que es por eso que se le encorva la espalda y la cabeza se le asoma por la mitad del pecho. Vive en el departamento 5, con una alfombra gigante y tres perros pequineses con nombre de personas: Cristian, Toby y Pablo. Lo sé porque todas las mañanas sale a su patio y les grita a los tres animales para que se decidan a entrar e intenta convencerlos diciéndoles que la cama ya está lista:

- Cristian - y alarga las vocales, porque su lengua vieja se resiste a la celeridad o tal vez intenta detener el tiempo con ese ardid -, Pablo, Toby. ¡Porten bien! -. No sé por qué no agrega el pronombre al final, por qué no dice 'pórtense' como diríamos todos.

Los perros obedecen con relativa rapidez, pero yo me quedo pensando en el pronombre faltante y en la agramaticalidad de su orden y en cómo hacen caso los animales a pesar del error y sólo después de muchos esfuerzos consigo conciliar el sueño.

Entre las muchas decisiones que debe tomar una persona, está la de optar entre una alfombra y un animal, ya que juntarlos en un departamento trae consecuencias nefastas. Cuando los vecinos pasamos por el primer piso, apuramos nuestros pasos por la escalera (no tenemos ascensor) porque un olor nauseabundo se apodera de nosotros. Intenté distintos métodos para evitarlo. Contener la respiración es difícil, principalmente cuando se sube, porque los pulmones, urgidos de aire, obligan a uno a dar una bocanada en medio de la carrera por alejarse.

Alguien podrá pensar que estoy exagerando, que el aroma no puede traspasar paredes y ventanas. Pero cuando la temperatura supera los 25 grados, mi vecino abre las puertas de su departamento, como forma de suplir la inversión de un aire acondicionado. Y nosotros terminamos refugiados en nuestros hogares, tapando toda hendidura, resignados.

Pero esta no es la mayor inconveniencia. Nuestro carácter se transforma y la amabilidad nos abandona. Realmente me resulta difícil mantenerle la puerta abierta, cuando se acerca con su pesado bastón, y sonreír un buenos días y celebrarle su nueva distracción: ser el presidente del Consejo de Administración y permitirle al administrador injustificados aumentos de expensas cada dos meses.

Cuando uno nace tiene infinitas posibilidades. Potencialmente uno puede ser desde colectivero a astronauta. Pero la maduración nos lleva a tomar decisiones y toda decisión implica una renuncia. Estamos condenados a vivir una vida cuando aspiramos a vivirlas todas. Por eso toda elección es complicada. Cuando decido estudiar abogacía, renuncio a mi vocación de actor o viceversa. Si decido hablar con Malena, dejo de hacerlo con Patricia. Cada vela que se añade a la torta es una puerta que se cierra.

A los ochenta años el futuro no nos depara gran cosa y el presente nos permite solamente elegir la raza de los perros que nos harán compañía.

Lo peor de mi vecino es que sé que cuando se acumulen la cantidad suficiente de renuncias, cuando sea prisionero de mi pasado, yo también abriré mis puertas si tengo calor y no me importará el odio del resto del edificio, que se molestará cuando me postule como presidente del Consejo. Sé que el pobre viejo es un espejo que se anticipa y odio reconocerme en él.

Si sólo podemos elegir cuando somos jóvenes, entonces es prudente que vaya viendo ofertas de alfombras.

martes, 19 de agosto de 2008

No lo vuelvo a hacer

Creo que me arrepiento de muchas cosas que hice en mi vida (y de otras tantas que no hice), pero si me preguntan cuál me gustaría eliminar de mi pasado, es un hecho que ocurrió cuando tenía unos cinco años. Estaba parodiando a Titanes en el Ring en la cama de mis padres. Mi rival era un payaso de juguete, al que lanzaba de un lado a otro de la cama, infligiéndole toda clase de castigos físicos: que patada voladora, que doble nelson, que cortito. Pero, en medio de esa verdadera paliza, había algo que me molestaba sobremanera: su pasividad. Evidentemente yo quería ganar mi contienda, pero la facilidad con que obtenía la victoria, me resultaba exasperante y cuanto más golpeaba al payaso, más lo odiaba por no resistirse. Alguien podrá objetar que el muñeco no era culpable de no defenderse, pero mi civilidad no estaba tan desarrollada como ahora y si confiaba ciegamente en reyes que me dejaban regalos debajo de mis zapatos una vez por año, a cambio de un vaso de agua y algo de pasto, ¿por qué pensaría que era absurdo que mi pelea tuviera una dificultad real?

Mi tía abuela, improvisado Willam Boo, entró en el cuarto de mis padres y me preguntó si quería ir a la plaza. Acepté. Dejé que me llevara y, a su vez, yo llevé a mi contrincante de la mano, arrastrando su cuerpo por el piso. Todavía conservaba todo el rencor que había acumulado durante la pelea y mi odio me pedía la compensación de una venganza. Cruzamos la avenida Libertador, mal, a la carrerita, apurándonos para evitar los autos que se acercaban a nosotros. Los vi raspando la calle con sus afiladas ruedas y en ese momento supe lo que debía hacer. Le solté la mano al payaso para que un taxi le pasara por encima. Juré que había sido un accidente y mi tía, algo preocupada, fue en rescate del juguete cuando las luces del semáforo se lo permitieron. Yo me quedé en la vereda, disfrutando de mi triunfo, con la certeza de que aquel payaso jamás se atrevería a afrentarme con su pasividad en pleno rostro.

Cuando mi tía lo trajo en brazos y vi sus tripas de algodón escapando de su barriga, atravesando su traje de colores destruido, sentí una tristeza inmensa, descubrí que yo podía ser un monstruo.

- No sirve más – dijo mi tía y lo dejó caer en un tacho de basura, mientras yo lo despedía con dos gruesos lagrimones.

Tengan cuidado conmigo, porque, como ven, soy un tipo de pocos escrúpulos, capaz de cometer un payasicidio y seguir creciendo.

viernes, 15 de agosto de 2008

Preguntar o no preguntar, esa es la pregunta

La Facultad de Filosofía puede ser un lugar bastante cruel, en donde el error o incluso la duda son condenados con dureza.

En los primeros cursos, multitudinarios (después hay un proceso de decantación y de separación, según la especialidad), existe una extraña costumbre entre los alumnos. El profesor o la profesora dan su clase, hablando en voz alta. De pronto, un chico de 19 años levanta su mano. El docente interrumpe su discurso, señala con su dedo índice y pregunta:

- ¿Sí?
- Heidegger, en su libro Ser y tiempo, dice que... - y empieza una larga descripción, bastante inentendible y remata con una interrogación aún más extraña.

Los demás estudiantes, pensamos:

- Pucha, yo no leí ese libro. Por otro lado, ¿quién es Hiedegger? Espero que nadie me pregunte nada de él.

Entonces, ponemos caras serias y asentimos, como diciendo 'el chico tiene razón', disimulando que el inesperado discurso tiene la misma significación para nosotros que un chiste contado por un chino en estado de ebriedad.

Con los años, con el tiempo, descubrimos que el estudiante que hizo esa pregunta sólo había leído un resumen de Heidegger y que repetía el mismo comentario en cada una de las clases a las que asistía, porque de hecho, su pregunta no era una pregunta. Era simplemente una proclama para que los demás supiéramos que el conocía un libro que realmente no conocía.

Pero más adelante, la tendencia cambiaba. Cuando uno ya no es un principiante, tiene miedo de reconocer que algunas de las cosas dichas en clase no fueron totalmente comprendidas, porque nuestros compañeros exclaman ante una pregunta que ellos consideran injustificada un: 'este no sabe nada'. Entonces, un se ve ante la disyuntiva de mantenerse en una ignorancia anónima o reconocer sus limitaciones y ampararse en los conocimientos del profesor.

Cierta tarde me encontraba en medio de un aula repleta. La materia era Filosofía Medieval. Nos hablaban de los razonamientos de algunos filósofos que mezclaban su lógica y su fe o, mejor, forzaban la lógica para que justificara su fe. En medio de esa situación, de hogueras para los herejes y condena social para los ignorantes, una duda apareció en mi cabeza. Y empezó a carcomerme la mente. ¿Levanto la mano? No sé. ¿Debo preguntar? Estuve como 40 minutos evaluando si era mejor ser un burro imperceptible o un estúpido público. Finalmente, mi brazo se extendió. La profesora, a la que admiraba un poco, interrumpió una oración para cederme la palabra:

- ¿Sí? - me dijo y ya todo estaba resuelto. No podía echarme atrás, no podía arrepentirme. Tenía que soltar mi pregunta, sin más remedio ni dilación.

Con voz vacilante, dejé que mi lengua tropezara algunos sustantivos y verbos. La profesora logró reconstruir, con buena voluntad, lo que yo había querido decir y, finalmente, exclamó:

- ¡Muy buena pregunta!

La alegría invadió mi espíritu de tal forma, que jamás logré escuchar su explicación.

martes, 12 de agosto de 2008

Acerca de los hijos ajenos

Hace algunos años vivía en un piso 14. Cuando tomaba el ascensor, me apoyaba contra el espejo y miraba con temor las luces que indicaba en qué piso estaba. Primero me ponía algo nervioso, pero si pasaba por el piso 10 y el ascensor no se detenía, podía respirar aliviado. Eso significaba que no me encontraría con mi vecina. Se trataba de una madre fundamentalista. Una madre fundamentalista es aquella que profesa una devoción absoluta hacia su hijo e intenta difundir la buena nueva de la existencia de ese ser superior a toda la humanidad, con o sin su consentimiento.

Cuando el azar me detenía en el piso 10, debía soportar durante todo el descenso la repetida y prolongada escena:

Vecina:
Decile hola al vecino, decile hola.

Y me ponía al bebé a 5 centímetros de mi cara. El chico, no lo culpo, al verse casi atravesado por mi nariz comenzaba a llorar (yo tenía ganas de hacer lo propio).
Vecina:
Dale, decile hola. ¿Sabés que se llama Martín, como vos?

En medio de esa situación, no podía decirle que me sacara esa cosa de mi rostro. Sonreía y asentía ante cada comentario de la mujer, aunque creía que la mayoría de ellos eran inexactos.

Mirá qué inteligente que es. Mirá qué bien que habla. Decile hola (pero el chico no hablaba, podría ser un loro en su casa, pero en el ascensor, ni una palabra).
Pero es re despierto, mirá, saludalo con la mano (y el chico la terminaba moviendo después de una gran insistencia, quizás porque es más fácil moverla que dejarla absolutamente quieta, pero yo pensaba que un mono amaestrado era capaz de hacer eso y mucho más a cambio de una banana).

Cuando llegaba a planta baja, abría la puerta lo más rápido posible y me escapaba por el pasillo en una carrera disimulada, pero veloz, considerando seriamente en renunciar al ascensor y empezar a usar la escalera, para evitar el fastidio de una nueva conversación trunca con mi tocayo.

Pero no solo los padres pueden incomodarnos en los ascensores, también pueden hacerlo en reuniones sociales, por teléfono, en colectivos y en una cantidad interminable de lugares y ocasiones. Odio ir de visita a la casa de un amigo y tener que contar relatos cortos (es fácil notar que el poder de síntesis no es una de mis virtudes) porque si me extiendo más de dos minutos, mi narrativa se ve interrumpida por un "¡Tomasito!" porque el dichoso Tomasito ha tenido la brillante idea de jugar con una lámpara, que va a terminar destruida en breve.

Por otro lado, es probable que los hijos sean lo más importante para sus padres, pero para el resto del mundo no lo son. Hablar durante tres horas de la mala palabra que gritó en el medio de una iglesia no me parece demasiado divertido.

Además, los padres adquieren un nuevo latiguillo para cerrar cualquier discusión que pueda generarse: "Yo antes pensaba lo mismo, pero cuando seas padre, lo vas a entender". ¿Por qué? ¿Ser padre te transforma el cerebro y te permite captar intelectivamente lo que el resto del mundo no puede ni remotamente imaginar? La verdad es que yo he visto a algunas personas completamente estúpidas, pero con familia numerosa.

Los perros pueden ser babosos, oler mal, pueden morderte, pueden ladrarte. Pero, por lo menos, si les tirás un palito te lo traen.

lunes, 11 de agosto de 2008

No importa lo que digas, sino quién seas

Alguna vez escuché a una amiga despotricar por el crimen terrible de un tipo que no había hecho más que acompañarla hasta la casa. "¡Qué pesado! Después de la fiesta me llevó en su auto. Yo le dije que no era necesario, pero no me lo podía sacar de encima". Meses después, para sorpresa mía, escuché a la misma chica hablando de lo cortés que era otro, con el que había salido, porque había tenido la delicadeza de ofrecerle su compañía hasta su departamento, a pesar de la lluvia. Por lo visto, me dije, a las mujeres no les importa qué es lo que hacemos, sino quién lo hace. Con el tiempo, comprobé que esta cuestión no se acota al mundo femenino.

Hace algunos años, unos cuanto ya, asistía a terapia en mi obra social. Todos los miércoles al mediodía, me sentaba en una sala de espera compartida de muchos profesionales de la salud y esperaba a que mi psicóloga asomara su cabeza desde el consultorio 6 y me indicara que pasara. En el 7, había un psiquiatra; en el 8, un oculista; etc. Así, los locos, los miopes, los cariados, los cardíacos y las embarazadas, compartíamos sillones sin otra diversión que la de mirarnos las caras los unos a los otros, porque no había ni siquiera una revista para hojear y matar el tiempo.

Un día llegué y una anciana comenzó una conversación:

Anciana:
¿Hay mucho lío afuera?

Yo:
No tanto. La 9 de Julio está cortada, por la manifestación,
pero se puede caminar entre ellos o a través
de ellos.

Los viejos sienten que tienen derecho a entablar diálogos, aunque generalmente monólogos, con cualquier persona. Esta vez no fue la excepción:

Anciana:
¿Vos venís a atenderte con el psiquiatra del 7?

Yo:
(con algo de fastidio, porque sabía que me
esperaba una charla tediosa y estaba algo cansado,
después de una larga mañana de trabajo)
No, con la psicóloga del 6.

Anciana:
Ah, yo no necesito de un psicólogo
y eso que pasaron cosas graves en
mi vida. Yo vengo a acompañar a un hombre.
Es ciego él. Ahora está con el psiquiatra.
Pero yo no. Yo siempre superé los problemas sola.
Y eso que tuve muchos en mi vida.
(Hizo una pausa, que fue más bien una tregua para
recomenzar con más entusiasmo)
Él se quiere casar conmigo. Pero yo no.

Yo:
(asentía solamente, ¿qué otra cosa podía hacer?)

Anciana:
No me quiero casar con él, porque en realidad
no estoy divorciada. Estoy separada solamente.
Ya tuve dos casamientos. Estoy separada
del segundo. Y la verdad, no quiero ni verlo.
No tengo ganas de ir a pedirle el divorcio.
Además, él, el ciego, es un hombre grande ya.
Imaginate si le pasa algo. La familia
puede pensar que yo lo liquidé.

Yo:
(sin decir nada, en mi pensamiento solamente)
¿Pero quién va a pensar que esta viejita
puede matar a alguien? Si el tipo se muere,
se muere. Estas cavilaciones son propias
de gente con demasiado
tiempo libre. Se vuelven paranoicos.
Creen que todos los quieren
atacar o que los van a acusar de un ataque.
¡Ay, ay! ¡Los viejos!

Anciana:
¿Vos cómo te llamás?

Yo:
(por fin una palabra)
Martín.

Anciana:
Ah, Martín. Como mi hijo.
Él está peleado ahora conmigo.
No me habla. Vive en EEUU.

En un momento dado, la charla se vio cortada por la irrupción de mi psicóloga. Despedí a la anciana.

Anciana:
Adiós, Martincito.

Me senté en mi silla de siempre y mi terapeuta se puso del otro lado del escritorio. No había divanes ni nada de este tipo en este consultorio. Sí una balanza a mis espaldas. Supongo que en otros horarios esa sala era ocupada por algún médico.

Psióloga:
(agachando su cabeza, hasta ponerla
casi a la altura del escritorio y mirándome
inquisidora)
¿Sabés con quién estabas hablando?

Yo:
No.

Psicóloga:
Con Yiya Murano. ¿Sabés quién es Yiya Murano?

Yo:
(Yiya Murano no había aparecido en
tantos programas de televisión como
en los últimos tiempos)
No.

Psicóloga:
Es la Envenenadora de Monserrat. Hace
como cuarenta años mató a unas amigas
porque les debía dinero. Estuvo como
veinte años en la cárcel.

En ese momento comprendí todo. Por eso la viejita pensaba que la familia podría pensar que ella era una asesina, simplemente porque era una asesina. Y a partir de este dato, la conversación tediosa se había transformado en excitante. ¡Había hablado con una mujer que con absoluta frialdad había puesto veneno en unas masas de unas amigas suyas y les había dicho: "coman, coman"!

Después de esa ocasión, cada vez que ingresaba en la sala de espera, la buscaba con la mirada. Si la encontraba, no era necesario hablarle. Yiya me saludaba y me contaba cosas de su vida.

Es curioso cómo el presente puede transformar el pasado y como una palabra cambia de significado según quién la pronuncie. Seguramente, si estas divagaciones las hubiera escrito otra persona, les parecerían mucho más interesantes. Les pido disculpas por ser quién soy.

domingo, 10 de agosto de 2008

De casamientos

Me declaro un odiador de casamientos, pero mis amigos o familiares fueron casándose y tuve que volver a introducirme en ese traje azul que ya me queda chico desde hace tiempo y atarme la bendita corbata al cuello.

También admito mi parte de culpa: odio bailar. Y sé que voy en contra del mundo, me doy cuenta de que a la gente le encanta moverse cuando hay música, pero yo no le encuentro sentido a esto (y es una lástima, porque todos parecen disfrutarlo). Entonces, me quedo sentado y miro constantemente el reloj, que se estanca y no quiere avanzar, mientras los demás hacen un trencito aturdidos y felices por la melodía carioca. Es en esos momentos cuando aparecen ciertos espíritus intolerantes, que no soportan mi cara de muerto vivo ni mi inacción. Yo los veo venir desde lejos, con sus pasitos de baile repetidos y su sonrisa cómplice. Creen que yo estoy esperando que alguien me invite a moverme, creen que soy tan tímido que no me atrevo a despegarme de la silla, creen que necesito que me salven de mi autismo. Por eso me toman de los brazos y me sacuden, como su fuera un plumero, convencidos de que me están haciendo un favor y que yo voy a estarles eternamente agradecido y no, te lo suplico, no me gusta bailar, pero dale, vení, no, en serio, odio hacerlo, pero no, no me vas a negar una pieza, pero por favor. Después de rechazar el ofrecimiento unas doscientas veces, la persona en cuestión se marcha, segura de que soy un demente (y quizás algo de razón tenga), porque solo a un demente se le ocurre oponer tanta resistencia ante un hecho evidentemente placentero.

Para colmo, no tomo alcohol. Tal vez, si lo hiciera, podría disfrutar de la introspección individual de una profunda borrachera, pero no, Coca Cola o Pepsi (en los casamientos suele estar tan rebajada, que es imposible distinguirlas).

Normalmente, el martirio de la fiesta no termina con la fiesta. Mi novia protesta durante todo el viaje de vuelta. Dice que le hice pasar un momento horrible, que estuve toda la noche callado y sin moverme, que cualquiera de los árboles del jardín se había mostrado más animado que yo. ¡Bien por el árbol!

Cada vez que me envuelve este fastidio, prometo que esa será la última vez que me someta a la sociedad, pero por lo visto, no soy hombre de palabra y la bendita corbata y el traje estrecho cuelgan en mi placard para recordarme cómo uno nunca hace lo que quiere, sino apenas lo que puede.