lunes, 20 de julio de 2009

De la metafísica y la ley

El diputado Alejo Cuccinoti entró en el comité con la firme intención de conseguir el apoyo para su proyecto de ley. Había estudiado los argumentos durante toda la noche en su escritorio, mientras su esposa dormía extendida a lo ancho de la cama. Con las ojeras como signo de su convicción, el diputado se levantó de su silla y apuntó con sus dedos a todos los presentes:

- No estoy dispuesto a ceder. Este es el momento para presentar esta propuesta.

- Pero Alejo – lo interrumpió el diputado Remigio Hernández, el único con la fortaleza suficiente para rebatir sus ideas -. Se nos acusa de no preocuparnos por los problemas importantes y vos querés, justo ahora, cambiar las leyes del matrimonio. No seas necio. Los periodistas y la oposición nos van a destruir.

- ¿A qué te referís con ‘justo ahora’? Ahora es el momento adecuado. ¿No te das cuenta de que estas leyes quedaron obsoletas? No podés tener un pensamiento tan reaccionario y seguir aferrado a conceptos que ya no pueden sostenerse.

- ¿Pero vos pensás que la gente va a aceptar la nueva ley?

- Por supuesto que sí. Además, va a ser una ley. Van a estar obligados a respetarla.

- Estamos a pocos meses de las elecciones. Dejemos pasar unos meses. En estos tiempos hay que manejarse con mucha cautela. Un error ahora y perdés las bancas.

- Es justamente por eso que debemos presentar el proyecto inmediatamente. ¡Basta de dilaciones! La gente lo pide en forma silenciosa. No lo dicen, pero se lee en los rostros. El matrimonio, tal como lo conocemos, es una institución obsoleta. Hace muchos años el promedio de vida era muy bajo. A los cincuenta, las personas tenían la decencia de pasar a mejor vida. Te trataban de curar un mareo con sanguijuelas y en diez minutos estabas tocando el arpa. En aquellos tiempos de existencias cortas y leyes bárbaras, casarse para toda la vida era un compromiso menor, de apenas unos cuantos años. Pero ahora... ahora el promedio de vida es de ochenta y dos años para el hombre y ochenta y siete para la mujer. Si se casan a los veinticinco, por poner un ejemplo, están estableciendo un contrato de más de cincuenta años. ¡Más de cincuenta! ¿No lo ven? ¡El doble de lo que la persona tiene en el momento de firmar al pie de esa bendita página!

«No señor, el contrato matrimonial debe caducar a los veinte años. Esa ley no puede hacerse esperar. La ciencia estiró nuestras existencias. Tenemos la posibilidad histórica de vivir dos vidas. ¿Vamos a desperdiciarla viviendo una sola? No, veinte años, veinticinco a lo sumo y empezamos de nuevo. ¿Lo entienden?»

- Bueno, pero algunas personas estamos felices con lo que tenemos y no queremos recomenzar...

- ¡No me hagas hablar, Remigio! ¡No me hagas hablar que ya sabemos cómo son tus deseos de no innovar!

- Pero por lo menos habría que dejar la posibilidad de renovar el contrato. No podemos obligar a la gente a separarse.

- ¡De ninguna manera! ¡Ese sería el error más grande! ¡La revolución debe ser completa o si no, no se debe llevar a cabo! No estoy dispuesto a transigir. Porque si existe la posibilidad de la renovación, entonces nadie estará dispuesto a dar el salto. ¡Pero no se dan cuenta! ¡Les estoy proponiendo una ley que nos permita vivir dos vidas! ¿No lo entienden? ¡Un cambio ontológico establecido en el Código Civil! ¡Nadie en la historia de la humanidad propuso algo tan grande!

Todos los asistentes se vieron persuadidos por los argumentos de Alejo. Incluso Remigio acarició su barba y asintió, cuando todas sus barreras fueron desarticuladas.

Al día siguiente, el proyecto de ley fue presentado y cajoneado, como tantos otros, puesto que le dieron prioridad al debate acerca del aumento del salario de los diputados y senadores, que tuvo una aceptación inmediata y unánime.

Un día antes de cumplir sus bodas de plata, Alejo Cuccinoti, extendido a lo ancho de su propia cama, vio su sueño interrumpido cuando un cuchillo de cocina se le hundió en el pecho. Enterrado en la Chacarita, apoya ahora su cabeza en la base de una lápida en la que puede leerse:

"La política y la sociedad no están preparadas para empresas metafísicas".

martes, 7 de julio de 2009

Acerca de la génesis

Hace ya un tiempo largo, conocieron la historia del bandoneonista Remigio Álvarez y su teoría estética del sufrimiento. Lo que no saben es que el artista compartió el vientre materno con su hermano gemelo, de rasgos semejantes pero de actitudes diferentes.

Bajo el influjo de la era de la producción en masa y la certeza de que un blog sin artículos se muere, cometí la torpeza de dar a conocer los tropiezos de Remigio y callar o postergar los de su hermano.

Las personas tenemos vidas inútiles. Pensamos que nuestro nacimiento tiene un propósito, que nuestros actos se adhieren en la tierra que pisamos y que nuestra muerte inundará al mundo de un llanto incontenible. Pero no es así, vivimos y morimos y somos olvidados en un descuido. Hacemos cada tanto movimientos ampulosos para instalarnos en el recuerdo de alguien, pero es en vano. Nos perdemos entre miles de imágenes y sonidos y, al cabo de algunos años, somos apenas un nombre familiar, un estudiante escondido en medio de otros rostros de una foto grupal de un colegio que ya no existe, porque fue convertido en una torre gigantesca.

Los personajes, en cambio, tienen existencias redondas. Como no son concebidos por un vientre, sino por una cabeza, sus existencias no transitan por las calles del azar o la estupidez y sus actos están destinados al recuerdo.

Por cumplir con los plazos de una entrega o por querer ser breve para no aburrir, les conté las penurias de Remigio. Pero éstas sólo tenían sentido en contraposición con las de su hermano. El problema es que al demorarme en transmitirla, me olvidé de su historia y no pude recordarla a pesar de haberlo intentado una y otra vez. Las personas pueden y deben ser olvidadas, no así los personajes. Pero éste se rebeló. Ante un descuido, se escondió vaya uno a saber dónde y permitió que su vida careciera de sentido, no dejó ninguna huella visible y, lo peor del caso, arrastró consigo a su hermano, cercenando su historia, que en principio era circular y, por lo tanto, perfecta, hasta dejarle el aspecto triste de un gajo de mandarina.

Ya salí inútilmente por las calles de una Paternal imaginada, gritando el nombre del personaje devenido en persona por propia voluntad o como consecuencia de mi incapacidad de recordar cosas importantes. Quizás sea el momento de salir a buscarlo por La Paternal real.