José Vaivén era un mortal que manifiestaba en sus rasgos la azarosa combinación de dos razas separadas por miles de kilómetros, pero que se habían estrechado cuando su madre australiana supo dar a luz un hijo de padre criollo. José Vaivén, ya maduro, se hizo presente en los terrenos floridos de Plaza Francia para pasear sus particularidades. Dedicado a la confección y venta de boomerangs, esgrimía su cuchillo sobre la madera y procreaba así la artesanía con la que sus ancestros maternos se procuraron el alimento. Sólo después de someter los boomerangs a rigurosas pruebas, que daban cuenta de su calidad, los depositaba en una tela extendida en el suelo y los exhibía al círculo comercial. En ellos podían verse distintos dibujos de temática monótona: cientos de trabajadores enardecidos incendiaban una fábrica y se repartían lo que las gigantescas y pesadas máquinas habían producido a lo largo de la jornada. El dueño de la empresa exponía su cuello a la soga de la cual pendía, mientras algunos de los hombres que lo habían ajusticiado jugaban con su cuerpo inerte, balanceándolo de un lado al otro. Un grupo blandía distintos carteles en los se leían reclamos políticos y, a fuego lento, se quemaban los últimos vestigios de un sistema opresor, mientras los trabajadores bailaban y celebraban el éxito de la revolución. Otros boomerangs mostraban una Plaza de Mayo atestada de obreros que resistían las acometidas de la policía. La Guardia de Infantería desplegaba sus gigantescos bastones sobre las cabezas de los manifestantes que crujían cuando los uniformes avanzaban, pero la multitud era tan grande, eran necesarios tantos crujidos, que los bastones jamás lograban imponerse a tantos cráneos. Cientos de escudos transparentes, intentaban detener el empuje de miles de brazos que pugnaban por ingresar en la Casa Rosada. En un extremo del boomerang, cinco individuos golpeaban tímidamente unas cacerolas y se miraban con autosuficiencia. Somos la invencible clase media, gritaba uno. Viva, coreaban los cuatro restantes, mientras los disturbios les pasaban por su derecha, por su izquierda, por arriba y por abajo. Una señora con un bebé en brazos era golpeada ferozmente por un policía y, mientras un periodista de impermeable blanco denunciaba la barbarie del servidor público, otro periodista de impermeable negro se lamentaba de que una madre fuera capaz de exponer a su hijo a semejante peligro. El periodista blanco le respondía al negro que los que tienen hambre no tienen otra arma que la protesta y el negro le respondía al blanco que todos los que se encontraban en la plaza eran delincuentes pagos. Los insultos del periodista blanco se enroscaban en los del periodista negro, mientras se amenazaban con sus micrófonos para trenzarse luego en un combate feroz. A la derecha, un grupo prendía fuego a un tacho de basura y los bomberos trataban de apagarlo, sin poder acercarse, repelidos por piedrazos que surcaban el cielo. El potente chorro de agua se dirigía a las masas, en lugar de declararle su acostumbrada guerra a las llamas. Otros manifestantes construían barricadas, mientras algunos políticos se tomaban la cabeza, asomados a una de las ventanas de la Casa Rosada, mientras otros políticos se frotaban las manos, en la ventana lindera.
José Vaivén, mientras recortaba la madera, explicaba a quien quisiera oírlo que él mantenía el único sistema ético-comercial que había existido en el mundo. Jamás permitiría que una de sus artesanales armas cayera en manos de un gringo y cada vez que un extranjero se le acercaba a preguntarle el precio de sus productos, dejaba oír sus amenazas en toda la plaza.
A fuerza de simpatía, supo ganarse la amistad de los chicos que solían pedir dinero a los transeúntes y los aleccionó en sus doctrinas. Los pobres no tenemos que pedir dinero, les decía, sino exigir lo que por derecho nos corresponde. La fuerza es un recurso, agregaba, y por lo general, el único con el que contamos los que individualmente no somos poderosos. Los chicos lo observaban con ojos grandes y fascinados por el trayecto inconcebible que describía el boomerang cuando José lo arrojaba hacia delante:
- Tenemos que ser inteligentes - declaraba - para lograr que lo que nos fue arrebatado - y lanzaba su artesanía - vuelva a nuestras manos - y atrapaba su alegoría en pleno vuelo. - Aprendé a ganarte tu sustento, porque nadie te lo va a regalar - le dijo a Rubén, un chico de doce años y el mayor de todos sus espectadores, mientras depositaba en su mano el boomerang mejor trabajado -. Ahí hay un pájaro - y extendió su dedo índice hacia la rama de un árbol.
Rubén, con un movimiento diestro de su mano, supo hacer que el dibujo tallado de la revolución social, golpeara la cabeza del gorrión, que se transformó en alimento inmediatamente después de exhalar su último canto. Una olla grande, llena de aves desplumadas, era revuelta por una rama. La ronda de ojos hambrientos cercaba la cocción, mientras la voz de José resonaba en oídos que no podían escucharlo, porque el espíritu encerrado en el cuerpo, se pega a la lengua cuando las tripas suenan:
- No hay que regalar pescado. Hay que enseñar a pescar. Porque el pescado sirve para ahuyentar el hambre de hoy y el arte de la pesca, nos hace libres del hambre para siempre.
Los chicos probaron la sopa de pajaritos cuando estuvo lista y quedaron satisfechos. Sus abdómenes redondos brillaron, felices, bajo las estrellas por primera vez. Y durmieron un sueño gordo, cuyo sopor no quebrantan los ruidos ni las pesadillas.
Se despertaron cuando el sol del mediodía derramó su calor sobre sus diminutos cuerpos.
A partir de aquella noche de saciedad, el cielo de la plaza se vio surcado por innumerables boomerangs. Los pájaros se desprendían de las ramas como frutos maduros, saboreados por la jugosa sonrisa de José Vaivén, que sembraba discursos en tierra propicia:
- Ya se encargarán del mundo - se decía -. Ya arreglarán las injusticias con la fuerza de su brazo.
Los chicos saborearon una y otra noche las delicias de la sopa de pajaritos y cada banquete se convertía en una verdadera fiesta. Los cantos giraban alrededor del fuego y el baile se desplegaba bajo la luna, mientras el aroma de la sopa se fugaba de la olla y se esparcía por la plaza, halagando las narices de todo el barrio durante varios meses.
De jarra en jaaarra
Sirvan la soopa
Igual que el viiino
De copa en coopa
Cierta tarde, José Vaivén desapareció y distintas versiones intentaron dar cuenta de su paradero. Grupos políticos dijeron que el Gobierno lo había asesinado para evitar que sus boomerangs subversivos siguiesen promoviendo comportamientos sediciosos. Grupos religiosos sostuvieron que el gorrión es un ave sagrada de nuestros cielos y que una divinidad había castigado al cazador, transformándolo en pájaro. Los artesanos de Plaza Francia se abstuvieron de hacer comentarios y sólo algunos se atrevieron a admitir, después de muchas horas de insistencia, que durante la semana posterior a la desaparición de José Vaivén, el aroma de la sopa de pajaritos que cocinaban los chicos junto al tobogán, tuvo un aroma más agradable, más suculento y dulzón de lo acostumbrado y que durante esos siete días la fiesta de los chicos se había vuelto realmente escandalosa.
Que avive el fueeego
Ésta, mi cancioón.
De caldo y caaarne
Es la comunioón.
La rama sigue escondiéndose en la olla y la sopa sigue cocinándose en las noches de Plaza Francia, pero el rito se celebra en forma silenciosa, como si de un ceremonial religioso se tratara. Rubén, el mayor de los comensales, es quien se encarga en la actualidad de repartir los boomerangs a los cazadores. Algunos buscan en sus ojos a José Vaivén, convencidos de que la llama se transmite de maestro a discípulo, pero sólo encuentran dos pupilas negras, artesanales.